JM Arceu
Bruce
Acaba de romper su juguete favorito tras estrellarlo contra el suelo. Le siguen gritos de negación y un llanto desconsolado que va incrustándose en cada parte del apartamento a la vez que corre hacia su habitación. Acaban de mostrarle la otra cara de la moneda, el otro lado de esta balanza desnivelada que solo concebimos a la fuerza. Tiene siete años y el perro con el que ha crecido toda su vida acaba de fallecer.
Sale de la habitación y comienza a llamar a su compañero, buscándolo en cada remota esquina. Incluso abriendo la puerta de la entrada, por si se ha quedado fuera; como tantas otras veces al volver de la compra tras un despiste de mamá. Pero esta vez no aparece. No aparecen sus bigotes blancos ni su rabo moviéndose con signos de alegría. No hay rastro de sus ladridos, ni tampoco el sonido de sus patas cuando toca la puerta. No hay revolcón en la alfombra tras una llamada reiterada por su nombre, ni tampoco abrazos y lametones. Hay caras tristes, ojos acristalados y un silencio que solo una palabra parece llenar, «¡Bruce, Bruce!», «¡Ven, Bruce!».
Pero Bruce no viene. Aunque le digas que tienes comida. Aunque le digas que vais a jugar. Aunque hagas ruido con la correa. Bruce se ha ido y no va a volver. A ojos de un niño, en un mundo donde todo parecía estar hecho a medida para ser feliz, un lugar seguro donde nada malo podía pasar, tan solo basta un momento para que todo se desmorone y pierda el sentido.
No quiere hablar con nadie. Quiere estar solo en su habitación. Quizás pensando en Bruce, quizás llorando eso que llaman muerte y significa el “desaparecer”; el no estar más. Dónde está la explicación certera de este suceso innecesario. Por qué todo tiene que tener un final.
Me dan ganas de llorar pensando en Mateo. Me dan ganas de llorar pensando en mi yo pasado cuando la muerte llegó a mi consciencia. Cuando se hizo presente. Cuando comenzaron a desaparecer seres que yo quería. Y no entendía el por qué.
Y sigo sin entenderlo.