David Darriba Pérez
El lobo
Mario llevaba más de una hora dando vueltas a la manzana. Al casi decidirse a entrar, volvía a dar otra vuelta, tal vez para aclararse las ideas, aunque el motivo en realidad no era otro que alargar lo inevitable. Al llegar de nuevo a este punto alzó la vista. Un impertinente rayo de sol daba justo en el ventanal y tuvo que entornar los ojos para distinguir algo. Ahí estaba Carmen. Tragó saliva, respiró hondo y se decidió a entrar.
—Carmen, esto no puede continuar así. Tengo una familia que mantener; sin embargo no estoy dispuesto a semejantes humillaciones. Quédese con el empleo y dígale de mi parte al trepa de Rodríguez que…
—Desde mañana ocupará su puesto. Queremos un supervisor con arrojo capaz de decir a sus jefes que se metan el trabajo por donde les quepa.
Mario quedó noqueado por unos segundos. Después preguntó qué pasaría con Rodríguez.
—Tenemos dos opciones: o le preparamos el finiquito, o bien le rebajamos la categoría profesional. Si hacemos lo segundo podrá vengarse por todos los años que le ha estado haciendo la vida imposible.
—No le voy a negar —respondió Mario—, que no sea tentadora la idea de joder durante una temporada al soplapollas de Rodríguez. Pero yo no soy como él. No creo que pueda tener la mano dura que hace falta para este cargo.
Carmen le miró fijamente. Encendió un cigarro sin quitarle los ojos de encima. Aspiró fuerte y seguía mirándole a través del humo con sus ojos amarillos. Parecía que el lobo se iba a lanzar de un momento a otro al cuello del carnero.
—La empresa ha tomado la determinación de que alguien benevolente con los empleados ocupe el puesto de Rodríguez. Estamos convencidos de que estos rendirán más sin semejante presión. No vamos a negar que le puedan tomar la manta en situaciones puntuales; aun así, la convicción de una mayor productividad es firme.
Mario estuvo callado un par de minutos. Carmen también, esperando la mejor oportunidad para intervenir. Los lobos no se pueden precipitar; tampoco ser previsibles. Por fin, Mario se decidió a hablar:
—Quieren mis servicios para que actúe de forma benevolente con los empleados con el fin de que rindan más. No por ellos sino, como usted misma ha dicho, por productividad. Mire, Carmen, mi forma de ser, mi forma de actuar, no es para complacer a nadie; soy así y punto. Si le diera la enhorabuena a un empleado, si le tratara como a un igual, lo haría sin pensar en que le estoy haciendo un favor a la empresa. No, no puedo aceptar el puesto.
Carmen sonrió.
—Estas son las llaves de su despacho.
—No, creo que no me ha escuchado…
Carmen cambió la expresión de su cara. Arrugó el morro. El lobo atacó.
—Se le doblará el sueldo, Mario. Y lo de dejarse el espinazo pasará a la historia. Su despacho tiene calefacción y no volverá a trabajar en esa gélida y maloliente nave. Olvídese de traer esas fiambreras. Desde mañana podrá comer con el resto de los jefes, si así lo desea, en alguna de las cafeterías de la zona, con todos los gastos pagados y, por supuesto, tomándose el tiempo que precise.
—Tal vez —dijo Mario—, debiera replantearme la oferta. No sé, habría que matizar algún punto y…
Como una cascada la sangre saltó de su yugular. En determinadas ocasiones es difícil diferenciar a un lobo de un carnero y, probablemente, todos seamos lobos y carneros dependiendo de las circunstancias. No deja de ser hipnótico contemplar un rojo tan oscuro.