David Darriba Pérez
Un hecho banal
Ismael trashoja el obituario de César, el fundador de la fábrica de botas de agua. Aparece en el periódico local casi al final de la sección. Lo conocía, básicamente, por haber trabajado para él durante más de treinta años. Sin embargo, no vayan a pensar que hablaba con su jefe en muchas ocasiones. Era una persona afable, pero con el defecto de no tener mucho trato con sus empleados. De todas formas lo leyó muy por encima. Ya se había enterado de su muerte por el sobrino del estanquero, tomando café en el bar de la plaza, y rehuía del morbo. La ha diñado y punto. Y no crean que no lo siente. César le hizo un gran favor y gracias a él no perdió su casa. Aunque ahora esa no es la cuestión. Bueno, ni esa ni otra; la vida puede tener momentos dignos de ser contados y aquí, seguramente, no quepa la excepción. Prefiero en cualquiera de los casos narrarles un hecho banal y que, con probabilidad, no haya dejado indiferentes a ninguno de sus allegados.
Ismael, el empleado de César, prefiere el frío al calor. Y ojo que en este pueblo cuando arrea el frío, es para castañear los dientes hasta bien pasado el invierno. Le gusta encender un buen fuego y disfrutar de su calorcito y del olor que no da tiempo a que desaparezca. Fue así, precisamente, como conoció a su mujer. Un buen día, mientras preparaba la chimenea, su amigo Lolo lo llamó por el nombre entretanto golpeaba la puerta. Venía con su prima. Ésta vivía a más de trescientos kilómetros y ya no regresó soltera a la casa de sus padres. No voy a decir que fuera o no amor a primera vista, pero la cuestión es que a las pocas semanas ya estaban casados.
Pili, la prima de Lolo, ahora esposa de Ismael, no tardó en quedarse embarazada. A los cuatro meses ya esperaban su primer hijo. El segundo llegó dieciséis meses después. Entre el segundo y el tercero hay una distancia de cinco años y contaría con unos días cuando precisamente comenzó a trabajar en la fábrica de botas de agua. No podía perder esa oportunidad. Estaba bien remunerado y no debía hacer ascos a ningún empleo con tres hijos a sus espaldas. Luego vino un cuarto y tuvo que buscarse un segundo empleo por horas. Y Pili, mientras tanto, detrás de los cuatro torbellinos por cada rincón de la casa.
Hasta que no se independizaron los dos hijos mayores, Ismael no pudo dejar el trabajo con el cual se ganaba el sobresueldo. Bueno, realmente este segundo trabajo no fue el mismo a lo largo de los años. Lo importante es que con ellos podían llegar a fin de mes. Así, cuando se quedó sólo con la fábrica de botas de agua, pudo dedicarse más a sí mismo y a su familia. Como por ejemplo, encender un buen fuego en la chimenea al igual que hacía años atrás.
Ahora, Ismael, está jubilado. Tiene todo el tiempo del mundo para usarlo como le venga en gana. Lo malo, que no tiene una familia para disfrutar de ese tiempo libre. Pili, su mujer, falleció el año pasado; y sus hijos abandonaron el pueblo hace mucho tiempo. Aquí no hay trabajo y tuvieron que buscarse las habichuelas en otros lugares. Ismael ve a sus hijos y nietos de pascuas a ramos, pero está contento porque les va bien.
Una historia banal decía al principio, y que sin embargo, podría tratarse de la historia de muchos de nosotros. Una historia sin héroes ni villanos; sin brujas ni fantasmas; sin grandes detectives para esclarecer los más intrincados crímenes. Una historia real, en definitiva, como la de cada uno de nosotros.