Santiago murió en Jerusalén, decapitado por orden del Rey Agripa I, y, aunque lo lógico era que hubiera sido enterrado allí, no quedó memoria alguna de su sepultura en aquella tierra.
Hacia el año 860 el martirologio de Floro de Lyón nos dice que sus restos fueron trasladados a España, en su extremo más occidental y que allí son venerados con una veneración celebérrima.
Existe una serie de textos legendarios datados entre los siglos IX y X, que a todas luces son reflejo de otros más antiguos desaparecidos. Muchas de sus afirmaciones hallaron confirmación en los hallazgos arqueológicos y epigráficos habidos en los siglos XIX y XX.
Analizando detenidamente los relatos podemos reconstruir una narración de la Traslación que podría consistir en lo siguiente.
Una vez decapitado Santiago, su cadáver fue colgado en el Desierto de Judá, que empieza en las afueras de Jerusalén, para que fuese devorado por las aves carroñeras y los animales que abundan en aquellos parajes. Sus discípulos robaron el cuerpo, lo trasladaron a Joppe o Jafa (hoy barrio de Tel Aviv) y allí lo embalsamaron, probablemente mediante el método de deshidratación. Su cuerpo quedaría así reducido a la tercera parte de su peso. Una vez empaquetado se embarcaron en una de las muchas embarcaciones que cruzaban el Mediterráneo en los meses primaverales y veraniegos y, tras una feliz travesía que parecería guiada por la mano del Señor, llegaron al puerto de Iria, sito en el actual Pontecesures. La insistencia de las tradiciones en ligar su llegada al actual Padrón nos indica que cambiaron de embarcación para poder navegar por el Sar.
Una vez aquí, sorprendentemente, se dirigieron a la señora o reyezuela llamada Lupa o Atia a quien pidieron permiso y un lugar para sepultura de su maestro. Ella los remitió al Prefecto romano que estaba en Dugium (Duyo). Este, quizás pensando que los discípulos eran autores de un crimen con sus maestros, los encarceló. Manos angélicas les liberaron de la prisión. Los que les perseguían en su huida perecieron al desplomarse un puente cuando lo cruzaban.
Lupa, aunque admirada, no cedió, sino que pensó en deshacerse de ellos. Fingió aceptar y les mandó a buscar un carro y bueyes para el tiro al Monte Ilicinio (Pico Sacro). Lo que allí había eran toros bravos. Estos se dejaron uncir mansamente al carro.
Lupa o Atia se hizo bautizar y compartió con el Apóstol su propio sepulcro. Siete de los discípulos regresaron a Jerusalén y dos, Atanasio y Teodoro, quedaron cuidando la tumba y a la comunidad cristiana surgida en aquel lugar. Fueron los primeros obispos de Santiago. Cuando murieron fueron sepultados a ambos lados de su maestro. Más tarde, este lugar fue incorporado a la nacida diócesis de Iria.
El sepulcro fue cuidado, probablemente escondido con acceso restringido, pero suministrando reliquias a otras iglesias hasta el siglo VIII, fecha en que el lugar se desertiza y se pierde su memoria por 100 años. Fue la época de la invasión musulmana.
Hacia el año 829 el Obispo de Iria, Teodomiro, juzgó llegado el momento de buscar la tumba perdida. La encuentra; llama al Rey Alfonso II que, pese a que el hallazgo rompía sus planes sobre Oviedo, se convence de que el hallazgo es auténtico y apoya la construcción de un Santuario y un monasterio. El Obispo de Iria traslada su residencia al Lugar de San Jacobo y 30 años después Floro testifica que su sepulcro era celebérrimo.
(Texto realizado por D. Juan José Cebrián Franco, sacerdote, historiador
y director de la Oficina de Sociología, Estadística e Internet
del Arzobispado de Santiago, fallecido en 2009)