Guillermo Cerviño Porto
La voz de lo inerte #17: Hacia lo alto de la escalera
Si habéis leído La voz de lo inerte #15 y La voz de lo inerte #16, (Hallazgo asombroso I y II) entonces me habréis acompañado en mi fantástico viaje hasta este lugar. En caso contrario, os recomiendo que lo hagáis. De ese modo, tal vez podáis penetrar en el oscuro secreto que alberga este relato y ayudarme a comprenderlo. Sentíos libres de comentar más abajo. ¿Os habéis sentido atraídos por las lenguas de luz? ¿Habéis caminado a lomos de las ratas? ¿Os han trastornado los acúfenos que, como invasores, os impiden escuchar el silencio?
Espero que sí.
Lo que sucedió a continuación sobrepasa mi entendimiento. Me limitaré únicamente a narrar el proceso sin entrar en explicaciones ni teorías ―que aunque las tenga, son un tanto fantásticas y faltas de coherencia― delegando de ese modo, a mis recién adquiridos sentidos y mis capacidades cognitivas, la ardua tarea de investigación sobre el misterio que envuelve este maravilloso episodio. Me refiero, por supuesto, al hallazgo del cadáver y la nota encontrada en su mano y su presunta relación con este cuarto, dicho sea de paso, inexplicablemente vivo e iluminado. El apunte «recién adquiridas capacidades» quedará explicado de inmediato:
Cuando logré superar la resignación que me acomete en los momentos previos a una larga e infinita espera, me dispuse a realizar mis habituales ejercicios de concienciación. No entraré en detalles, por el momento, solo diré que así preparo mis pensamientos para un letargo indefinido y abro mi mente a la profunda observación del contorno en el que me he quedado atrapado. El resultado suele ser sorprendente, encontrando detalles que de ningún otro modo podrían ser encontrados, pues mi concentración es absoluta. Pero no caeré en digresiones innecesarias.
Estaba, pues, adherido mi cuerpo al metacarpo derecho que sujetaba la nota cuando comencé a sentir algo extraño. Como un hormigueo lejano procedente de lo que sea que hubiese en los sótanos inferiores. Pero entonces, con gran sorpresa, descubrí que procedía del interior de los amarillos huesos que daban forma al esqueleto. El cadáver sobre el que yo estaba anclado sin remisión. Agucé los oídos, expectante, nerviosa. Y hubiese contenido la respiración si hubiese tenido una. Más tarde la tendría. Y es que podía percibir una especie de corriente de algún tipo de líquido, tal vez agua, enérgica e incipiente dirigiéndose a donde yo estaba. Como ya imaginaréis, no pude hacer otra cosa más que esperar. Y esperé más con curiosidad que con miedo. Entonces, el armazón óseo comenzó a sacudirse. Al principio con suavidad, como si un ejército de hormigas lo estuviese cargando para llevarlo al hormiguero, pero después más y más fuerte. Hasta el punto de convulsionar. Sus piezas desencajándose. Saltando enloquecidas. Y entonces ―no sé explicarlo de otro modo― vi extendida mi visión a varios puntos diferentes del cuarto. Vislumbraba imágenes borrosas del techo visto desde abajo y al mismo tiempo en sentido horizontal. Sé que parece absurdo. Es como si tuviese varios puntos de visión… varios ojos. El hormigueo, más intenso ahora, hacía palpitar mi cabeza por la parte de mis sienes. Y me dije: ¿Mi cabeza? ¡Qué cosa tan absurda! Esa corriente se había colado en mi ser como un virus o un parásito, trasmitiéndome todas esas sensaciones que un minuto atrás observaba desde el exterior. ¡Sentía ese hormigueo dentro de mí! ¡Esa corriente infernal inundando mis entrañas! Llenándome de algo que no supe identificar. Quise pensar, tranquilizarme. Imposible. Mi mente lanzaba ahora pensamientos en todas direcciones. Fue como si me empujasen a patadas hacia el interior de un cuarto muy pequeño y repleto de cachivaches ―tantos que apenas había sitio para mí― y que inmediatamente una conciencia exterior me rindiesen cuenta de ellos. Pensé que iba a explotar. Que me saldrían los ojos de mis órbitas.
Fue entonces cuando mis puntos de visión cambiaron de nuevo. Comenzaron a oscilar en giros vertiginosos, enviándome destellos desde una altura considerable, más cerca del techo que del suelo. Vi la llama de la vela balancearse como un fantasma y sentí en mis tobillos la brisa que la impulsaba. Se retorció mi estómago por un súbito mareo. Cosquillearon algunos puntos en mi piel a la altura de mis hombros y… lo más sorprendente, sentí que el frío se abría paso a través de mi carne. ¿Pero qué demonios está pasando?, me dije atónito. ¿Qué son todos esos conceptos, lo cuales conozco solo por la observación, y todas esas sensaciones que… sí, sí, de acuerdo, las he experimentado muchas veces antes, pero solo en mi fuero interno… en mi pura imaginación? Alcé una mano para evitar desplomarme y me apoyé en la pared. La piedra estaba húmeda y el frío atravesó mis dedos como un cuchillo. Mis dedos… Y esos cachivaches se fundieron como metal candente en mi comprensión. Los asimilé. Los adopté como propios. ¿Qué eran? Todavía ahora me sorprende. ¡Eran los recuerdos de esa persona! ¡Y no solo eso! ¡También sus anhelos y sus temores!
Y por supuesto, lo comprendí todo.
Giré sobre mí misma con gran soltura. La sensación fue insuperable. Me contoneé de un lado a otro con insolencia ―no sé muy bien por qué lo califico de esa manera― e incluso di algún que otro brinco adolescente. Una larga melena color castaño caía sobre mis hombros, límpida y brillante. ¡Esas eran las cosquillas que jugueteaban como infantes sobre mi piel! Recorrí retozando toda la habitación, de rincón a rincón. Tomé en mis manos la vela y sentí la agradabilísima calidez que desprendía la llama. ¡Era feliz! ¡Y me reí a carcajadas! ¡Ah, celestial sonido ese que, como el más exquisito de los cristales, como la más suave de las yemas acariciaba y erizaba mi piel y atravesaba mis oídos y colmaba mi corazón! Entonces una lágrima de cera se desprendió. Descendió lenta por la vela y la palmatoria y, formando una gota de ámbar, deteniéndose en el tiempo para emitir ese solitario destello, se precipitó de pronto al vacío en dirección a mi mano. ¡Ah, el dolor! ¡Divina manifestación de la vida!
Pero pronto, mis recién adquiridos pensamientos reclamaron toda mi atención. De forma violenta. Y como imbuido de una fuerza terrible fijé mi vista al suelo. Casi con obsesión. Contraje entonces mis músculos. Fruncí mis cejas y apreté mis puños. Y un pensamiento perentorio se formó justo entre mis ojos, a la altura de la nariz, como una luz que solo yo podía ver. Que solo yo podía comprender.
«Búscale»
Donde antes estaban los restos de un carcomido esqueleto, ahora lucía una mancha oscura y siniestra. El polvo perfilaba los contornos de un ser muerto. Uno que había regresado a la vida a través de mí. De algún modo que, como he dicho al principio de este relato, soy incapaz de dar lógica explicación. De un ser muerto del que ahora yo misma formaba parte.
De un respingo me di cuenta de todo como si no lo supiese ya. Acepté la realidad con un sonoro golpe mental, estridente y doloroso, un chasquido más parecido a una bofetada que a un pensamiento. ¡Yo era ahora ese hombre o mujer! Me miré a mí misma con horror y vi la tez más blanca y más pálida que había visto nunca. Estaba desnuda, completamente desnuda y temblando de frío. Vi mis pies sobre sus puntillas, mis piernas jóvenes y esbeltas apretadas una contra la otra. Toqué mis pechos. Estaban congelados. Con gran nerviosismo me palpé la cara, los labios, las mejillas. ¡Fríos! ¡Muy fríos! Y pasé mis manos temblorosas ante mis ojos una y otra vez, como para cerciorarme que podía verlo todo tal y como imaginaba. Pero no era mi imaginación. ¡Ah, qué manos tan pequeñas y delicadas! ¡Qué increíble fuerza vital recorría mi cuerpo! Y sin embargo, estaba llorando. Llorando de tristeza. ¡Llorando desesperadamente! Y las lágrimas que, como cuchillas, se abrían paso por mis mejillas, frías y saladas como el mar. Y se colaban por mis labios y por mi boca.
«Búscale»
De nuevo esa orden imperiosa. Grave y gutural. ¡Tenía que buscarle inmediatamente! Pero, ¿a quién? ¿A quién tenía que buscar? Estaba muerta de miedo y al mismo tiempo comprendía que lo sabría cuando lo encontrase. Porque ella ―fuera quien fuese esa mujer― había llegado hasta allí impulsada por la más patética desesperación. Había venido a esta casa abandonada para encontrar una respuesta, cuando la muerte la encontró a ella. Eso también lo sabía. Lloré y proferí un grito desgarrador. Un grito de rabia. Y me sobrecogí por su sonido, tan diferente a esa risilla pícara y juguetona que había proferido antes. Tenía que ponerme en marcha enseguida. Pero antes…
Me cubrí con una mantilla de tela que encontré en el respaldo de la silla. Supuse que era de lino o algodón y me sorprendí al comprobar que estaba templada, como si alguien la hubiese estado usando pocos minutos antes. Me envolví rápidamente en ella, temblando de frío. No era muy grande, de un azul sucio y apagado, llena de manchas y con pequeñas borlas blancas y rosas en sus extremos, pero al menos me protegería el pecho y la cintura. Abrigaba también el miedo que, ¡novedosa sensación! Recorría ahora cada poro de mi piel… cada átomo de mi ser. No podía esperar más y salí al pasillo, vela en mano. Lo recorrí a paso ligero, chapoteando con los pies en los charcos y escuchando el sonido de mis resuellos. También mis llantos. Pronto llegué a las escaleras y las subí. Completé todo el trayecto en apenas unos pocos segundos, jadeando, pensando en la diferencia de tiempo con el lastimoso y lento viaje que me había conducido hasta allí.
Estaba en la antesala, desconcertada y tiritando de frío cuando miré hacia arriba. La visión me infundió un súbito placer. Calmó mis nervios como una mano sobre mi frente. Era la luz del día más hermosa que había visto nunca. La sentí en mi piel como una dulce caricia. Y sus rayos blancos y dorados procedentes de los ventanales allá arriba inundaban de magia y brumosas imágenes el majestuoso cono interior de la torre. Parecía un sueño. Un cuento de hadas. A mi izquierda, la tenebrosa oscuridad de la antesala por la que había penetrado parecía observarme con anhelo. Con su gélida respiración. Con miríadas de ojillos rojos correteando frenéticos y silenciosos de aquí para allá. Agucé el oído y escuché los chillidos agudos y breves, como lamentos apenas audibles, y también el trajinar de sus patas y dientes. Pero a mi derecha había otro mundo muy diferente. Unas bellas y seductoras escaleras de madera que se enroscaban en dirección al infinito. A lo más alto de la torre. Aquella estela maravillosa me hechizaba. Me sonreía. Era una promesa de amor que no podía desoír. Así que, escuchando el sonido sordo de mis propios pasos sobre la madera comencé la ascensión.
«Búscale»
El sonido reverberó de nuevo en el vacío como un susurro vehemente. Como una exhortación. Como un mandato divino de ineluctable cumplimiento. Apuré el paso sintiendo las tablas crujir bajo mis pies y el corazón se apuró en mi pecho. La esperanza, esa que ni siquiera era mía, infundiendo ánimo y alegría a mi espíritu.
¿A dónde voy? ¿Qué me espera en lo alto de esta torre?
Temo que tendréis que esperar siete días para ver la resolución. Hasta el sábado que viene.