Guillermo Cerviño Porto
La voz de lo inerte #19: El reflejo de los muertos
El final de una historia siempre nos deja un regusto que a menudo perdura largo tiempo. A veces para siempre. Sin pedir permiso se abre un hueco en el almacén de nuestro recuerdo y allí se queda, exhalando sensaciones y trasmitiéndolas en el momento preciso. Una imagen… Una melodía… Un reflejo… Y es que tras cientos de palabras sucedidas ante nuestros ojos, a veces ávidos y atentos, a veces cansados y persistentes, miles de pensamientos trasmitidos de una mente a muchas mentes a través del papel, digo pues, que si bien resulta imposible recordarlo todo, fácilmente nos queda su esencia. Su gota de concentrado recuerdo.
Y aflora esta en ocasiones como perfume de un ser querido en tu ropa. Como un dedo marcado en blanco sobre nuestra piel. Si podéis comprender esto comprenderéis cómo me siento ahora mismo. Qué es aquello indescriptible que ha quedado grabado en mi ser, miles de años después, como una mano plasmada en el cristal. Una seña que, oculta a los más vívidos rayos del sol, aflora al término y al comienzo de cada día, cuando la escarcha recubre sus dedos contorneados y los envuelve en un cariz fantasmal. Así me siento yo. Triste mota de polvo. Y a veces se me olvida. Es normal. El tiempo es poderoso y nada sobrevive a su lento pasar. ¿Qué esperabais? Pero esas marcas reaparecen una y otra vez en el cristal de mi recuerdo. Se desdibujan un instante para desaparecer de nuevo y dar paso a la oscuridad… o a la luz. Tanto da.
Tras La voz de lo inerte #15, #16, #17, #18 por fin llega el final de la serie. Espero que lo disfruten y que se perpetúe esa maravillosa gota de esencia en alguna parte de vuestro recuerdo. De vuestro yo más íntimo.
(I) ¿Cómo describir mi sorpresa? Sin duda, jamás lograré haceros llegar las sensaciones que mi cuerpo percibió al entrar en aquella buhardilla. Era ese un lugar de ensueño. Inundado de luz y calor, rodeado por completo de impresionantes vistas que, a través de los cristales tintados de colores rojos y verdes me sumieron en el más asombroso de los asombros. Y tras unos minutos de observación, por fin pude moverme. Ya no tenía frío. Ya no tenía miedo. Ningún ruido traqueteaba para advertirme del peligro. Ya no crujía la madera ni bramaba el viento contra las paredes. La calma era absoluta. Deliciosa. Y un mullido edredón sobre una cama de cuento parecía querer abrazar mi cuerpo desnudo cuanto antes. Deseo que concedí de inmediato. Me dejé caer hacia atrás con los brazos abiertos y los ojos cerrados. Mil sensaciones indescriptibles, suaves y algodonosas me envolvieron en el acto. Seducida de pronto por pensamientos que, como sueños, incurrían en mi mente haciéndome olvidar quién era yo en realidad y cuál era mi misión en ese lugar. Y es que en ese momento no me importaba nada más que la certeza de que permanecería allí para siempre. Por toda la eternidad. Claro que para siempre no es posible en un cuerpo hecho de piel y hueso… y vísceras… y sangre. Más tarde lo comprobaría.
Cuando abrí los ojos mucho rato después ya no estaba tumbada sobre la cama, sino de pie ante un bulto de tela y polvo. El espejo se presumía por detrás, y me sorprendió que no hubiese reparado en él en mi primera inspección visual. Pero allí estaba, inmóvil y expectante. Y al retirar la tela de un tirón se formó en el aire una nubecilla de polvo, tal vez milenario, que me hizo parpadear y toser durante unos cuantos minutos. Y que al aclararse me revelaron unos ojos grandes y azules devolviéndome la mirada, mis propios ojos, despiertos y llenos de vida bajo largas y finísimas pestañas. Mi piel, porcelana blanca. Frescas y sonrosadas mis mejillas. Y un suavísimo tono rojo endulzaba mis labios entonces sonrientes. Con súbita alegría recorrí mi cuerpo con la vista casi notándola físicamente.
Como un dedo juguetón bajando a mis pies y subiendo de nuevo hasta un rostro feliz y contento. Y entonces con las manos, tal y como había hecho en aquel siniestro sótano. ¡Pero, ah, qué increíble diferencia! ¡Qué sensación indecible de placer y libertad! ¡Y los campos color del oro se extendían bajo el sol en todas direcciones! Y en lontananza, en esa línea bien perfilada que se unía con el mar… ¡cuán violentas eran las embestidas de un mar bravío y tempestuoso y qué sereno me parecía desde ahí arriba! Giré sobre mí misma y de nuevo me miré reflejada en el espejo. Y de nuevo recorrí cada pedazo de mi piel con mis manos, como si no fuese mía… ¡Porque no es tuyo este cuerpo! me dije y no hice caso. De ninguna manera iba a renunciar a él. ¡A todas esas sensaciones imposibles de imaginar! ¡A todas las que estaban por llegar y descubrir! ¡No!, grité de pronto, atemorizada porque me fuera arrebatado.
Y el reflejo se borró del cristal con un sonido extraño. Un chasquido de dedos. Supe que por fin lo había encontrado. A él. A quien quiera que fuese el que con tanta ansia buscaba. Y que tenía para ella su mensaje preparado. Mi vista se sumergió en el cristal líquido y la luz dio paso a la oscuridad. Y me dijo:
El reflejo de los muertos
Estoy muerto. Hace tiempo que lo sé. Vago por una imperturbable oscuridad como un simple pensamiento. O un conjunto de pensamientos. Como un cabello en la tempestad y la calma. Y de nuevo la tempestad. Y de nuevo la calma. Como un pez que jamás recorrerá la inmensidad del mar ni tendrá conciencia de ella. Imagino tus preguntas: ¿Hace frío en ese lugar? ¿Se escucha el rotor de las cadenas? ¿Fuego eterno, tormento sin fin? O por el contrario todo es paz y amor, luz y alegría, como se nos promete en las religiones del mundo. Y yo te digo que no hay nada, amada mía. Lo siento, pero esa es la terrible verdad. Y yo existiré tanto tiempo como me recuerdes. Como me quieras o me odies.
Pero no si me temes.
¿Y mientras tanto qué?
Nada. Digamos que, mi agonía se extiende por el infinito inmaterial bajo esa horrible amenaza. Solamente es mi cuerpo el que ha dejado de existir. Yo hablo de la verdadera muerte. La del alma y el espíritu. La muerte del pensamiento. La extinción del último átomo de luz de nuestra conciencia. Lo otro… ¡Bah! Solo la desaparición del mundo material. El adiós definitivo a los olores, colores, al molesto ruido de las ciudades, a las sensaciones que permanecen días y días en lo alto de nuestro pecho, desperdiciando nuestro tiempo, torturándonos… No sé si podrás comprender lo que digo. Lo que es seguro, es que lo harás algún día. Y es mi intención esperarte con una metáfora hecha de una sonrisa. Con los brazos abiertos. ¿Será eso posible? Digo inmaterial, porque no tengo cuerpo, ni sentidos que aguzar, como la vista, el oído o el tacto. Eso es privilegio de tu mundo y el que era el mío. Soy una luz ahora que lucha en la oscuridad. Solo eso. Una luz sostenida por tu memoria. Una reflexión atrapada en un segundo. Atrapada en un lugar que no existe para mí. En un tiempo detenido, congelado. En un universo tan grande como una gota de agua.
Es suficiente.
Pero no es mi intención afligirte con esta carta, porque nada de esto es tan grave si consigo que me veas. Puedo existir eternamente, como he dicho, si mi recuerdo permanece vivo en tu corazón. Y más presencia tendré en mi espíritu cuanto mayores y más efusivas sean las emociones y los sentimientos que mi ausencia despierte. No sabría decir. Y por eso estoy a veces mejor… a veces peor. Y por eso puedo empujar, a veces, un cristal sobre el cual se apoyan unos cuantos dedos adolescentes. Sobre los cuales se apoyan esperanzas o deseos. Incluso la simple curiosidad de un desconocido. Eso me da la fuerza para volver a tu lado. Esas risas nerviosas, juguetonas, no son sino ingenuidad. Lo demás, imaginaciones.
Pero nunca deben ser temores.
Pero la mía es una carrera sin meta. Un objetivo quimérico. Una espera que tarde o temprano llegará a su fin. ¡La muerte! ¡Oh, Dios mío, qué horrible palabra! ¡Por favor, que alguien me ayude! ¡Qué alguien me saque de esta oscuridad sin fin! ¡Qué solo me encuentro sin ti!
Ya estoy mejor, amada mía. No quiero asustarte. Esa es la clave de todo. Porque mi lucha es mostrarme a ti y que tú me veas. Mostrarte el reflejo de quien era antes. Mi reflejo. El yo que tú conociste en vida. Apenas una proyección difuminada, lo sé. Un holograma desdibujado sobre una pared rota, tal vez. Una pared corroída por la humedad y el tiempo. Así es más fácil. Un leve empujón sobre las ondas del aire para distorsionar una voz… un sonido. Porque aquí no hay voz ni sonido, amada mía. Aquí no hay nada. ¿Y qué ocurre entonces? Ocurre que te asustas. ¡Oh, Dios mío! Que me tienes miedo. ¡Un fantasma! gritas por dentro. ¡Un muerto viviente! ¡Un ser de otro mundo! ¡No, no y mil veces no! ¡Eso no puede ocurrir!
Pero ocurre. Y tu sangre se te congela en un segundo. El miedo te paraliza. Interrumpe tus sentidos. Detiene tus pensamientos. Se encienden todas las alarmas de peligro en tu interior. En tu raciocinio burlado, confuso… cuando en realidad no hay nada que temer. No para ti, querida mía. No para ti.
Pero sí para mí.
Porque me temes.
Porque la imagen que transmito se corrompe con tu miedo. Se transforma en terribles monstruosidades en tu imaginación. En tus crispados nervios. Y yo me siento apenado y pierdo mi fuerza. Esa que antes me dabas con tu recuerdo. Con tu amor. Con tus plegarias. Y mi reflejo se distorsiona a tus ojos causándote un terror indecible, un pavor indescriptible… ¡Cuánto sufro en esos momentos, amada mía! ¡Cuánto miedo me haces pasar!
Luego regreso a la oscuridad y me fundo con ella, derrotado, vencido, retrocedo lentamente como un espectro al triste vacío de mi inexistencia. ¿Pero no decías que no había nada, que no sentías nada? me preguntas. Es cierto, amada mía. Pero puedo sentir lo que tú sientes, mientras tú lo sientes. Incluso aumentado por mil. ¡Por un millón! Y mi fuerza se desvanece todavía más justo en ese instante. Y desparezco por veces para regresar de nuevo… con tus últimas dudas. ¿Será él? te preguntas con el corazón en un puño. Tal vez con lágrimas en los ojos. Y si es él… ¿por qué me atormenta? ¡Oh, amada mía! ¡Y entonces quieres olvidarme para siempre! ¡Olvidarlo todo! ¡Y yo me voy muriendo! ¡Y voy desapareciendo!
Y de nuevo intento que me veas, pero es inútil, porque mi reflejo es ya una abominación. Intolerable a tus ojos llenos de ternura y miedo. Y tu terror es puntiagudo, amada mía. Como un cuchillo afilado. Cruel. Terrorífico. ¡No sabes cuánto!
Tal vez cuando leas esta carta ya no pertenezca al otro mundo. A ningún mundo. Quiero que sepas que te quiero. Que lo he intentado hasta el momento de mi extinción.
(II) Terminado el mensaje, como una explosión fuerte y silenciosa regresó la luz. Pero no había belleza ya en ese cuerpo de mujer. Tampoco juventud. Ni siquiera conciencia o lucidez. No había nada. Ni siquiera cuerpo. Y en este preciso instante me derrumbé entre una nube de polvo sobre la madera del suelo, quedando un montoncillo de huesos amarilleados y corroídos por el tiempo. Y por si fuera poco, como si el mismísimo sol estuviese esperando a que el acto tocase su fin, agachó su cabeza furtivamente tras la línea del horizonte y la luz dejó de existir. Y las sensaciones se dispersaron en la oscuridad, gimiendo y chillando y arañando y royendo… con sus ojillos rojos y demoníacos. Entonces, con gran estruendo, todas las ventanas se abrieron y un viento tempestuoso barrió el habitáculo. Me transportó a las alturas. Me expulsó por fin de aquella mansión terrible. El trabajo estaba hecho. Ella obtuvo por fin el ansiado mensaje. Y yo… Bueno, yo volví a ser quien era… quien siempre he sido. Una triste mota de polvo en la inmensidad.