Guillermo Cerviño Porto
La voz de lo inerte #12 La bola de cristal
Ciertamente era un incordio que billetes de primera clase tuvieran que ser compartidos, aunque fuese con una sola persona. Para más con un hombre. ¿Qué clase de irónica broma era esa? ¿No había emprendido acaso ese viaje precisamente para escapar del machismo de estado de su país? Era eso o seguir soportando los protocolos de una aristocracia que se resistía al ridículo, en donde la hipocresía de sus círculos casi masónicos llenaba de halagos y honores a una joven y bella dama y de saliva sus delicadas manos… siempre y cuando tuviese a bien el aceptar como consorte a aquel más apropiado para los intereses de la familia, sin rechistar y con buena cara, y se comprometiese a educar después a sus hijas, si se diese el caso, en la misma disciplina. ¿Si tenía la suerte de tener un varón? ¡Ah, eso era otro cantar! Bajo la máscara de la moralidad y los principios una tenía que ceder sus deseos en favor de los intereses familiares y sentirse orgullosa por ello. ¡Ya estaba más que harta! Una mujer debía ser bella y sus modales exquisitos para poder aspirar a ser el bastón perfecto sobre el que un caballero de a bien se apoye. En su caso, a una damisela casadera de muy buen ver con una dote más atractiva, si cabe, que la gran belleza que Dios le había dado, no le faltaban pretendientes. Todos estaban a sus pies, por supuesto, pero pensando en alcanzar otra posición una vez que lograsen llegar a su alcoba.
Y regresando al tren: Cual había sido su sorpresa al verse obligada a compartir las muchas horas que le llevaría viajar desde San Petersburgo hasta la próxima escala en Helsinki. Allí cambiarían de convoy y, por supuesto, exigiría un compartimento para ella sola. ¿Y qué importa si tenía que pagar más? Pagaría lo que fuese necesario, y de necesitarlo, compraría los favores de los empleados para que su siguiente compañía fuese la de una mujer, a ser posible, discreta y callada.
El acompañante era un hombre joven, apenas un chico, o al menos eso aparentaba, y por su vestimenta Aglaya Ivanovna dedujo que se había gastado todo o casi todo su dinero en un billete de primera clase por el puro hecho de ostentar; quizá para sentirse alguien importante por una vez en su vida. Esas eran terquedades frecuentes entre el vulgo, y más siendo joven e impulsivo. ¡Qué estupidez! ¿A dónde iría de esa guisa? ¿Es que no se había mirado a un espejo? En realidad, al tiempo que observaba las sombras y las luces entremezclándose a toda velocidad al otro lado del cristal se despreciaba por sentir algún interés por él. ¡Le escupiría de no ser una descompostura indigna de una muchacha! No podía evitarlo. No habían cruzado ni una sola palabra y ya le repugnaba su presencia. Lo despreciaba de veras, y además, apestaba a indigente y sus ropas estaban manidas y gastadas hasta el ridículo. ¡Qué sinvergüencería el emparejar a mujer y hombre en un mismo compartimento! Tendría que pasar la noche sin dormir por la poca consideración y escasa profesionalidad de los empleados de la compañía férrea.
Él, sentado justo enfrente de ella, observaba con gesto pensativo el reflejo del cristal, y entre sus piernas reposaba, al parecer, todo su equipaje: una bolsa de mano tan cochambrosa como sus ropas. Se fijó en sus manos y en sus uñas, y también en el pelo que le caía por debajo de su gorra marrón de pana a juego con los pantalones y la chaqueta. Sus zapatos, aunque limpios, estaban ya muy viejos. Aglaya contuvo la respiración tanto tiempo como pudo y después se cubrió la boca con un pañuelo. ¿Cómo deshacerse de él? Se veía incapaz de aguantar tantas horas en tan indigna compañía. Observó su complexión por debajo de sus ropas. Demasiado flojas para adivinar nada, aunque supuso que el chico estaría en los huesos. Tal vez dándole una propina para que fuese a la cafetería y cerrando después la puerta… Con mucha calma se levantó y comprobó la cerradura, y con menos calma se dio la vuelta al comprobar que no era posible la operación. ¡Menuda privilegio el viajar en primera clase! Era el dinero peor gastado en su vida. Volvió a sentarse con gesto airado enfrente del pordiosero. Y es que ni siquiera podía elegir sentarse en otro sitio, a no ser que lo hiciese en la litera. ¡En una litera una señorita! El chico parecía ausente y no se había movido ni un centímetro. ¿Qué cosas tendría en la cabeza alguien como él? Comprendía que los nobles y burgueses perdiesen su tiempo pensando en sus cacerías y ascensos y anhelasen las suculentas dotes de las bellas señoritas hijas de sus próceres y los posteriores revolcones con ellas después del matrimonio. Pero ¿en qué podía pensar un sucio mendigo? Supuso que soñaba con algo caliente que llevarse a la boca o unas ropas que le diesen una apariencia de dignidad aunque solo fuese por un día. Le pareció que la miraba de reojo… ¿Cómo se atrevía? Ya que dirigirse a él sería una degradación Aglaya se indignó y lo miró de hito en hito. De ese modo sabría el lugar que le corresponde. En realidad repugnaba tanto la peste corporal de ese mendigo como los perfumes dulzones y empalagosos de los marqueses, condes y barones que cada día se citaban con ella en la mansión o con su padre en el edificio de la asamblea de los nobles para pedir su mano. Entonces se fijó que el chico se ponía colorado… y es que ella no le quitaba ojo de encima.
«Oh, Dios mío ―pensó―. Acaso se haya hecho una idea equivocada de mí. Esto no puede quedar así. ¡Qué bajeza! ¡Qué horror!»
―Bien se ve que es usted un mujik ―le dijo con desprecio y clavando en él una mirada tan intensa que el chico se vio incapaz de corresponderla―. ¿Qué se le ha perdido en Helsinki?
―Mi destino es Suiza, señorita ―le contestó con timidez―. Un amigo y doctor residente allí asegura que las condiciones del tiempo me ayudarán con mi dolencia y…
―Querrá usted decir el clima ―respondió con mayor desprecio al darse cuenta de la posibilidad de que compartiesen el siguiente tren―. Si bien se le ve en la cara que padece usted de idiotismo. ¿Cómo ha podido hacerse cargo del billete? Mucho ha mendigado. ¿Toca algún instrumento?
―¡Oh, nada de eso! ―respondió levantando la cabeza y agachándola al encontrarse con la mirada furiosa de Aglaya―. He recibido una herencia que…
―¿Herencia? ―rio a carcajadas―. ¡Caray! Me parece usted demasiado joven para heredar. Y por supuesto tendrá algún título.
―Sí señora. Lo tengo. Tengo veintiocho años y soy príncipe. Mi nombre es León Nikoláievich Myshkin, para servirla a usted.
―¿Príncipe? ―palideció Aglaya, quien en efecto había escuchado antes historias de tan conocido personaje―. Es cierto que existe alguien con ese nombre, me es muy familiar a pesar de que no recuerdo ningún detalle. De todas formas, dudo mucho que tenga usted algo que ver. ¿Qué lleva en esa bolsa? Se la compro por cincuenta rublos. ¿Qué me dice? ¿Acepta?
El chico miró su bolsa y levantó tímidamente la cabeza a Aglaya Ivanovna.
―Solo llevo una muda y lo necesario para mi higiene personal. No vale ni eso que ofrece. Además, está muy vieja. ¿Para qué quiere comprármela?
―¿Que para qué? Pues para nada. Para tirarla por la ventanilla de inmediato. Para ver la cara de idiota que se le queda a usted. Pero dígame: ¿No lleva en esa bolsa la herencia de la que me ha hablado? Que por cierto, no me ha dicho a cuanto asciende. ¡Pero no piense usted que por ese hecho iba a dejar de tirarla por la ventana! ¡Ni aunque estuviese llena de billetes de banco me iba a dignar siquiera a abrirla! Pero dígame, dígame, ¿me la vende o no? Le doy cien rublos. ¿Qué le parece? ¿Quiere más?
―Se lo agradezco de veras ―respondió con las mejillas coloradas, ocultando sus ojos bajo la gorra―. Pero me hacen falta estas cosas, y no tendré necesidad de dinero en mi destino.
―Ya, claro. Eso es que lleva usted el dinero ahí dentro. ¡Le exijo que me lo enseñe! ¿Sabe acaso quien soy yo?
―Ya lo creo, señorita. Y el dinero no está aquí. Lo he transferido a…
―¿Transferido? Me extraña que conozca usted esa palabra. ¡Pero siga, hombre! ¡No se quede con esa cara de tonto! ¿A dónde lo ha usted transferido? ¡Hable!
Por la cara del príncipe Myshkin, era evidente que comprendía el repentino enfado de su acompañante. Puso una cara de lástima que la desagradó sobremanera y luego un gesto que denotaba la necesidad de comportarse con la mayor deferencia posible, sino con el verdadero respecto que una señorita de su clase ya merecía de por sí.
―En efecto, señorita… ¿Me permite la indiscreción de llamarla por su nombre?
―Por supuesto que no ―añadió girando la cabeza y bostezando―. No le reconozco siguiera el derecho de dirigirse a mí. ¡Qué indigno! No obstante, lo trataré como a un entretenimiento cortesía de la compañía férrea. Además, siempre he querido tener un bufón personal, por lo que le ordeno que siga hablando y no me tire más de la lengua. ¡Hable!
―Por supuesto, estoy a su entera disposición y…
―Hable y no me aburra, ¿quiere?
―¡Oh, claro! Pues, le decía que en efecto, he transferido el dinero al doctor Schneider: un médico suizo especialista en enfermedades mentales que tiene una clínica psiquiátrica en el cantón suizo de Valais.
―¿Mentales, dice? ―rio a carcajadas―. Sí ya decía yo que no me equivocaba en mis impresiones. ¡Siga, siga, por Cristo! ¡Esto se está poniendo interesante!
―En efecto padezco de idiotismo, señorita, lo que me ha impedido llevar a cabo el propósito de mi viaje a San Petersburgo, que era casarme con…
―¿Casarse? ―A Aglaya le caían las lágrimas de la risa―. ¿Casarse… usted? ¡Por Dios bendito, no sea ridículo! ¿Qué más, qué más? ¿Y quién era la desgraciada?
―Con una de las hijas de un reputado general ruso, el señor Iván Federovich Epanchin. Hablo de la señorita Aglaya Ivanovna Epanchin, la más joven y bella de las tres hermanas, a quien tuve el grandísimo honor de conocer y servir con mi humilde conversación.
―¿Y… qué ha sido de ella? ―apenas logró vocalizar Aglaya―. ¿Se sabe dónde…?
Myshkin sonrió con dulzura.
―Ella, para disgusto de la familia y mío, se fugó recientemente, al parecer, con un vizconde de medio pelo; un polaco refugiado en Francia atraído a Rusia a la orden de una misiva enviada por ella, puesto que el tal personaje se había quedado prendado de ella en uno de los viajes de los Epanchines a Europa. Conde, a quién por supuesto engañó para que preparase la fuga y dispusiese todo lo necesario haciéndole creer que le permitiría acompañarla. Pero… ¿está usted bien, Aglaya Ivanovna? Se ha puesto muy pálida. ¿Quiere un vaso de agua?
En efecto, Aglaya se había quedado exangüe, y su cara congelado en una mueca de horrible estupefacción.
―¿Quién… quién demonios es usted? ―gritó con un repentino acaloramiento y poniéndose en pie de un salto. Se acercó al cristal de la puerta y observó el pasillo desierto con los ojos desorbitados―. ¿Dónde está todo el mundo?
Aglaya Ivanovna trató en vano de abrir la puerta, y loca de desesperación comenzó a golpearla con las palmas. En tren atravesaba la oscuridad de un túnel con su rítmico e incesante traqueteo cuando el príncipe la agarró suavemente del hombro. Aglaya dio un grito.
―¿Qué hace? ¿Quién es usted? ¡Socorro! ¡Que alguien me ayude!
―Se lo he dicho ―respondió tranquilamente el príncipe justo cuando salían del túnel y la luz anaranjada de los faroles inundaba sus caras―. Mi nombre es León Nikoláievich Myshkin, su prometido. Por favor, no se alarme. No tiene nada que temer, se lo juro. Yo jamás osaría…
―¡Cállese! ―bramó enfurecida y lo empujó―. ¡Es usted un idiota rematado! ¿Qué pretende asustándome de ese modo? ¿Cree acaso que voy a casarme con usted por muy prometido que se crea?
―¡Oh, no! ¡Por supuesto que no! ―dijo al punto que regresaba a su asiento y la invitaba con una palmadita a sentarse a su lado―. Nada de eso se llevará a cabo, tranquilícese. Al menos no si usted no lo consiente. Supongo que la razón ha sido mi recaída, que como ve, me obliga a regresar a la clínica del doctor Schneider y a la tranquilidad de las montañas. Además, sabe bien que renunciaría a su amor si con ello pudiera usted alcanzar la felicidad. Renunciaría de inmediato a pesar de que la amo más que a nada en este mundo. Perdone mi atrevimiento, pero sé que usted también me ama, y que debido a…
―¿Cómo se atreve a decir eso? ¿Qué yo lo amo? ¡Qué tontería! ¡Está usted loco!
El miedo luchaba en su interior contra una incertidumbre cada vez mayor… y a su vez se abría paso en su mente una extraña sensación: la de que el príncipe Myshkin decía la verdad, y que en efecto, existía una enorme atracción hacia él. Pero el reconocerlo le corroía las entrañas. León Nikoláievich siguió hablando con gran pesar mientras el corazón de la joven Aglaya latía a la par del traqueteo del tren.
―Una desgraciada mala interpretación de usted con relación a mis encuentros recientes con la señorita Nastasia Filipovna lo ha echado todo a perder, lo sé, y por ello le pido mis más sinceras disculpas. ¡No ponga esa cara, por favor! ¡Le ruego que no llore, pues no la culpo a usted de nada, sino a mí! ¡Todo ha sido por mi culpa! Me sesgaría el alma en dos antes de permitir que un átomo de culpa afligiese su corazón. Déjeme que le explique: Ya por aquel entonces, me refiero a nuestra última cita, comenzaba yo a experimentar una penosa recaída, y entonces fue cuando…
―¡Idiota! ¡Cállese de una vez! ¡No es más que un idiota y un mentiroso! ―exclamó entre la resignación y la ira y se dejó caer en el sillón, suspirando y sollozando―. Bien se ve que quiere usted volverme loca. ¿Creé que iré a algún lugar con usted? ¡Le acusaré de violación si es necesario! ¿Cree que no soy capaz? ¿Dónde está todo el mundo? ¡Me romperé las ropas y saldré desnuda gritando y suplicando auxilio! ¿A quién cree que creerán?
El príncipe bajó la cabeza y suspiró.
―Todo el personal del tren está en sobre aviso, querida Aglaya. Y en cuanto a su destino, Lisaveta Prokofievna la espera en la estación de Helsinki.
―¿Mi madre… la generala… en la estación? ¿Cómo es eso posible? ¿Cómo ha llegado tan rápido?
―Por ahora el ferrocarril es más lento que los caballos y… bueno, yo la he avisado hace días―. Dicho esto se dejó caer a sus pies y le suplicó―: ¿Se casará usted conmigo cuando me haya repuesto, Aglaya Ivanovna? ¡La amo! ¡La amo mucho! ¡Por favor, tenga piedad de mí y no se arrepentirá!
―¡Ni loca! ¡Ni loca! ―exclamó y sintió que desfallecía―. ¡Antes prefiero la muerte! ¡Oh, Dios mío! ¿Qué he hecho? ¿Por qué me castigas? ¡Suélteme, no se atreva a tocarme con sus sucias manos!
Por unos momentos dejó de sentir el traqueteo del tren. Luego se hizo la oscuridad y poco después el completo silencio. Aglaya sintió que flotaba en el aire y que una brisa fría le mecía el pelo.
Entonces abrió los ojos y la vio. Estaba justo enfrente; era muy anciana. Una cofia azulona con ribetes dorados cubría su cabeza. Sus manos juntas en gesto de oración sobresalían de las anchas mangas de su túnica, también de color azul.
Durante algunos minutos la mujer la observó. Con calma, con sus ojos serenos sombreados de negro, dejando que Aglaya se tomase su tiempo para salir del trance. Y poco a poco los acontecimientos fueron regresando a la cabeza de la joven. Por fin lo comprendió todo. La pitonisa la miraba de hito en hito al otro lado de una resplandeciente bola.
―¿Ha sido su pregunta respondida? ―le preguntó con voz dulce.
Aglaya movió su cabeza en un gesto afirmativo incluso antes de recordar su pregunta y la bruja extendió su palma:
―Si tiene usted la bondad…
Aglaya puso un billete de cincuenta rublos sobre su mano. La bruja ni se inmutó, clavados sus ojos sobre los de la joven. Puso otros cincuenta y al gesto duro de la anciana le sustituyó una sonrisa estirada. Aglaya descorrió la cortina y salió de la tienda un tanto vacilante. Inmediatamente fue conducida a la salida del poblado por uno de los gitanos. Su cochero aguardaba con gesto preocupado.
En la casa del general se esperaba su aparición. Hoy era un día determinante. Los entremeses se habían dispuesto y las arañas brillaban más que nunca en el techo de los salones. Myshkin se había ataviado con sus mejores galas y los invitados murmuraban y cotilleaban impacientes.
Aglaya recordó su pregunta al tiempo que ordenaba las imágenes de la premonición: «¿Debo casarme con un hombre tan noble de corazón, tan bueno y cariñoso y sin embargo tan… idiota? ¿Qué ocurrirá si, a pesar de amarlo profundamente, no lo hago?»
Arrugó el recorte de periódico y lo tiró al suelo, quedando este, por capricho de la naturaleza y el azar, con la cara escrita volteada hacia arriba. En él se leía lo siguiente:
«¿TE PREOCUPA TU FUTURO? CONTACTA CONMIGO Y TE AYUDARÉ A DESCUBRIRLO»