Alejandro M. Carmuega
Aquí va a haber más que palabras: Capullos y farolillos
A vuela pluma, con la mirada todavía extraviada en la húmeda abstracción de la noche, deniego el permiso a la razón; protegiendo mis sensaciones; evitando que se contaminen con el poso de los pensamientos. Mientras unas gotas de lluvia retozan con el reflejo de las primeras estrellas, la calle se deja envolver por los ecos sordos del vacío. El verano se resiste una semana más, y la primavera, indolente, no alcanza a ser premonitoria de nada. Sutil, pero real. Una fragancia. Una emoción liviana pero persistente que aprovecha la imprudente apertura de mis poros para infiltrarse; empapándome las entrañas. Pienso que han sido demasiados los acontecimientos como para no dejarse llevar, y al tiempo que razono esto, permito que la ceniza del último Lucky resbale por mis pantalones hasta aterrizar sobre las agrietadas baldosas de bajo mi ventana. Habría que cambiar el suelo, me digo. Y también las zapatillas, parece indicarme el pulgar asomando por la puntera. Afuera, al pie de un contenedor, un perro rebusca su cena entre las desperdigadas bolsas de la basura. Sobre la puerta de la de Sara continúa ondeando la descolorida bandera republicana. Las espectrales palabras de mi viejo no tardan en resonar tras el umbral de la puerta.
<Sería una catástrofe que prendieran alternativas bolivarianas, Lito. Acabaréis por cargaros el sistema.>
El sistema. Me lleva un par de segundos masticar el concepto, durante los cuales me convenzo de que debo continuar reprimiendo el pulso a mis neuronas. No me apetece caer nuevamente en el retorcido juego del lenguaje. La ponzoñosa habilidad de la retórica para confundirlo todo. Palabras y sólo palabras. Sinceramente, me encuentro cómodo con lo que siento. No quisiera darle vueltas. Sumergirme en la vacía transitividad del verbo, los fraudulentos matices del adverbio, la tramposa transcendencia del adjetivo. Aunque parezca contradictorio lo es , lo cierto es que odio verbalizarme. Siempre exhausto en la búsqueda infructuosa del término exacto, enfrascado en la quimera de traducir a voz mis propias ideas. Irreconocibles cuando toman cuerpo, disfrazadas tras la vulgar indumentaria de los vocablos. Pero el fantasma de mi padre, agazapado entre las sombras, reclama una respuesta inmediata.
-No tengo hoy el chichi para farolillos Eso es lo que realmente me apetece soltarle al vacío que llena la habitación; pero pronunciar esa odiosa frase me resulta imposible. No sólo porque uno no le habla así a su difunto padre, sino tal vez porque es la misma con la que Sole zanjó de manera contundente conversaciones hoy olvidadas. Porque también las palabras resultaban cansinas para ella en ocasiones. Sobre todo cuando era yo quién llevaba la razón. Es decir, casi nunca. Por ello, en vez de esa ordinariez, lo que mi garganta modula con la torpeza propia de la madrugada son unos sonidos opacos que se dirigen a la nada que consume mi espacio:
-No me jodas, Viejo. ¿También tú?
No aguardo que me llegue una respuesta desde las sombras. Nadie hay tan demente como para esperar contestación de un espectro en la oscuridad. Por muy incontinente verbal que hubiese sido en vida. Por muy filósofo o por muy socialista de carnet y discurso fácil. Y aun así a pesar de no recibir sus palabras yo no quedo satisfecho con lo pronunciado, por lo que me aventuro nuevamente.
-Tendrías que oírlo hablar ahora. No lo reconocerías. A Felipe me refiero. Endiosado. Alejado. Soberbio. Nada que ver con el que tú admirabas. El que admiraba también yo.
Un nuevo silencio consume los breves minutos que siguen a mis palabras. Sobre los cristales se ha ido agolpando una pléyade de minúsculas gotas de lluvia, dibujando un caprichoso microcosmos; una constelación húmeda y transparente que deforma las figuras de la noche que, a estas horas, ya se ha adueñado del otro lado. Y yo ya sé que el viejo no ha tenido suficiente. Sigue a mi lado, colgando sobre mi cabeza la pregunta "¿y con todo esto qué habéis ganado?".
-Si quieres que te diga la verdad, creo que bastante poco. Ilusión tal vez. La que nos dieron ellos entonces y creíamos haber perdido para siempre.
Me dejo caer sobre el colchón y lo imagino sentado a mi lado sobre el camastro. La figura de siempre. La corbata mal anudada y la barba de tres días. La elegancia desaliñada del que está seguro de su atractivo. El cuerpo escuálido y los dedos amarillos por la nicotina. Pensativo. Preocupado. Resignado en su aureola de Agua Brava.
-Nos hemos hecho viejos, ¿eh?
Y entonces lo miro dejo en realidad que mi mirada se pierda entre las sombras de la habitación y por primera vez me doy cuenta de lo envejecido que está realmente. Sin haber cambiado un ápice. Siendo el mismo que hace diez años, cuando nos dejó. De esa manera en que avejentan las cosas que simplemente permanecen en su sitio mientras nosotros continuamos la marcha. Como envejecen las películas que volvemos a ver después de tantos años.
-Vuestras ideas eran buenas, Viejo. Somos nosotros los que hemos cambiado. La rosa se ha marchitado.
Poco a poco voy sintiendo como el sueño se apodera de mis sentidos, dejándome inerme, sin fuerzas, tendido sobre la cama. Guardo, sin embargo, los reflejos suficientes para un último chiste.
-Pero tú tranquilo, que de capullos está el mundo lleno.
Presiento como el roce de una barba incipiente sobre mi mejilla me despide de la consciencia. Entre la nebulosa del sueño que comienza distingo perfectamente una voz que se aleja.
-Muy gracioso, Lito, pero no tengo hoy yo el chichi para farolillos .
Autor de la fotografía: Alfonso González (Maruxía)