Alejandro M. Carmuega
Aquí va a haber más que palabras: Cien años de soledad
Tras la retórica que se esconde en ambas cuestiones (¿Cuánto tardará el semáforo en cambiar? ¿Es esa la misma blusa que llevaba entonces?) reconozco el verde frescor de su mirada. Soledad. La gente se agolpa con prisa desordenada en la acera de enfrente y yo soy consciente de que son los ojos de Sole los que me observan entre el tumulto que espera al otro lado. En el silencio de mi propio desconcierto no puedo evitar que Macondo se me atraviese súbitamente en el recuerdo. Como José Arcadio, en la silenciosa luz de la mañana, presagio ante mí la blanca y polvorienta nave encallada en medio de la nada.
El hallazgo del galeón, indicio de la proximidad del mar, quebrantó el ímpetu de José Arcadio Buendía.
Hay casualidades que quebrantan nuestro ímpetu con la inverosímil lógica de un guionista muy poco inspirado. Mi viejo habrá de perdonarme la debilidad, pero tal vez nada en nuestra vida sea casual; quizás nuestros destinos estén ya cuidadosamente trazados de antemano sobre papel milimetrado. O tal vez sea algo aún peor que eso: Puede que nada sea destino, nada previsión, nada orden, que tan sólo consista todo en puñetero antojo sobrevenido. Desquiciado capricho. Thor no existe, no es más que un demiurgo perturbado que se parte la caja mientras reparte juego con su disparatada baraja trucada. Los hilos que nos manejan son excesivamente burdos a veces y parece que en esta ocasión el titiritero no ha tenido el pudor de ocultarse detrás del teatrillo. Que nos encontremos Soledad y yo, precisamente ahora, tras la muerte de García Márquez, es una coincidencia demasiado tosca para ser fortuita. Seis años han transcurrido desde la última vez que nos vimos y reconocerla a escasos ocho metros de mí me desarma por completo. La vida es caprichosa; es cierto, y a lo mejor todo lo que nos sucede no es más que eso: simple caos exento de conciencia. El caso es que, sea como sea y caiga donde caiga, la vida suele pillarme sin tabaco en todas estas ocasiones. Ojalá estuviera conmigo Sebas que siempre me reserva un Lucky para estas jodidas emergencias.
"Consideraba como una burla de su travieso destino haber buscado el mar sin encontrarlo, al precio de sacrificios y penalidades sin cuento, y haberlo encontrado entonces sin buscarlo, atravesado en su camino como un obstáculo insalvable"
Perdonen el inciso: se han derramado los tinteros estos días y estarán ustedes un poco cansados ya; pero a Gabo se le debe mucho. Yo he tratado demasiado en serio con la banca como para que me agrade estar en deuda con nadie. Los números rojos acaban conmigo. Sin embargo, si no supiera que es imposible, me esforzaría por encontrar la manera de saldar lo mío con el nobel. El principal de una deuda literaria no es fácilmente amortizable. Al él debe medio mundo las ansias de escribir, así que, al igual que tantos lectores apasionados y tantos escritores frustrados, mi relación con García Márquez está abocada a la insolvencia. Ya ven; también en esto con problemas financieros. Ha sido tan exuberante su magia, tan deslumbrante la alquimia de su imaginación, que sería impensable repercutir sobre nuestras conciencias los intereses de mora que nos corresponderían por contrato. Los míos -lo reconozco- resultarían exorbitantes: él supo, además de todo, regalarme a Soledad. Me perteneció por cien años; se esfumó en tan sólo cuatro. Aunque en este caso acreedor y deudor son la misma persona; ya no son tiempos de hacer cuentas conmigo mismo.
El casco, cubierto con una tersa coraza de rémora petrificada y musgo tierno, estaba firmemente enclavado en un suelo de piedras.
Ella continúa de pie, frente a mí, en la pautada distancia del paso de cebra. Permanece inmóvil mientras aguarda a que el semáforo nos dé, por fin, licencia para aproximarnos. Desde donde estoy resulta complicado asegurar que el paso del tiempo la haya afectado demasiado. Cotejo mentalmente la imagen archivada por mi memoria e intuyo una leve diferencia que no consigo identificar: Quizás es el pelo; más largo y ondulado, ligeramente más oscuro. La cara un tanto más delgada también, puede que sólo sea eso. Conserva -es evidente- aquella elegancia tan propia; la singular esbeltez de una garza: nunca escuálida; siempre vaporosa y ligeramente ingrávida. Insultantemente delicada. La blusa de flores -tal vez la misma-, los vaqueros desgastados, las playeras negras. Las orejas desnudas. Sin joyas ni artificio. Natural. Tan sólo dejándose adornar la pálida tez con sus insondables ojos verdes y una tenue sonrisa de desconcierto.
... parecía ocupar un ámbito propio, un espacio de soledad y de olvido, vedado a los vicios del tiempo y a las costumbres de los pájaros.
De nuevo la misma pregunta retórica ¿Cuánto tiempo tardará en cambiar el semáforo? Mantengo la mirada y le correspondo con su misma sonrisa. Casi imperceptible. Sigo sin encontrar respuesta a mi pregunta, así que me distraigo pensando si también ella se habrá acordado de lo nuestro al enterarse de la noticia. No me cabe duda. Impensable que su muerte no le hubiera llevado mentalmente a mí. De una manera u otra tuvo que ser así. Al fin y al cabo, por esa manía que tenemos todos de apropiarnos de las cosas ajenas, Gabo era sólo nuestro. Cien años de Soledad, cien años de Lito. Promesas eternas que se pudrieron en el momento mismo en que olvidamos cómo era el sabor de los besos antes del desayuno. Todo puede ser devorado por la desmemoria, incluso los sentimientos; quizás los sentimientos sean más susceptibles que ninguna otra cosa. Macondo ya nos había avisado de eso: no hay peor peste que la del olvido. A pesar de todo, nos cogió completamente desprevenidos. No fuimos lo suficientemente precavidos para colgarnos un cartelito que recordase cómo debíamos querernos. ÿrsula lo hubiese hecho. Después, liquidar la hipoteca consiguió que también la amistad se nos colara por el retrete.
Cuando ya no la espero, obtengo una repuesta: son sólo dos minutos. Sobre la calzada desembarca una avalancha de gente que arrastra hacia mí a Sole. Me quedo inmóvil sobre la acera esperando que cruce, caminando con distinción en medio del gentío. El corazón se me dispara cuando a pocos metros de mí algo la detiene. Parada sobre el paso de cebra, arquea ligeramente una ceja, y se lleva la mano al bolso. De inmediato reanuda su camino. Su voz de terciopelo se dirige a alguien al otro lado del móvil en el momento en que pasa por mi lado sin saludar. El rítmico contoneo que acompasan sus tacones sobre la acera hace que me gire y quede observando cómo se aleja hacia la alamaeda. Mi imagen, envuelta en su fragancia, me golpea con la crudeza de estos últimos seis años desde la luna de un escaparate: es lógico que no me haya reconocido. A mí mismo me costaría hacerlo.
Mientras regreso hacia la escombrera un par de ideas comienzan a dar vueltas en mi cabeza; no consigo saber qué es lo que más me ha jodido de todo. Descubrir que tu nave continúa varada en medio de la nada es bastante doloroso. Saber que al final soy yo el único que no ha sabido cumplir con su compromiso se hace realmente insoportable.
Aunque bien pensado cien años pasan volando.