Beatriz Suárez-Vence Castro
Estar en las nubes
De niña me gustaba buscar formas en las nubes.
Era divertido mirar al cielo sin hacer nada más que estar tumbado en la hierba, respirando aire puro e imaginar elefantes, casas, submarinos, mariposas o sombreros de pirata. Si tu mejor amigo o amiga te acompañaba ya no hacía falta nada más.
Ese "estar en las nubes", nos ha ido muy bien a las personas de mi generación para desarrollar la imaginación, para hacer frente al aburrimiento y para dejar espacio a los sueños, se cumplan o no. También para forjar amistades que resisten cualquier separación física o temporal. Cuando volvemos a encontrarnos es como si nos hubièsemos visto el día anterior. La misma confianza, adulta ahora.
Con suerte, esa parte de niños que modelaba las nubes a su antojo, sigue viva dentro de nosotros. Son recuerdos de infancia que nos acompañan siempre y que construyen una actitud hacia la vida en la que encontramos siempre un lugar donde refugiarnos cuando el mundo se pone feo.
Sigue gustándome mirar las nubes, especialmente cuando estoy en un avión. Ya no busco formas en ellas, pero me relaja y alivia los inconvenientes de estar en un espacio pequeño e incómodo.
La luz que entra por la ventanilla del avión a tantos metros de altura es muy diferente a la que ilumina abajo. Tiene mucha más fuerza, quizá porque no hay nada que nos distraiga de ella. Ocupa todo el horizonte y las nubes parecen más gruesas, como de algodón.
Recuerdo cuando nos adjudicaban los asientos en el mismo aeropuerto y nos preguntaban: ¿ventana o pasillo?
Y el gesto de los viajeros que, ya a bordo, en pasillo, levantaban la cabeza hacia la ventana para atisbar algo de esa luz, algo del contorno de la tierra que asoma debajo, cuando el aparato va acercándose a tierra. Parece entonces una maqueta en la que los que mejor se manejan en el espacio distinguen perfectamente dónde hay un cabo, una ensenada, un monte o una ría.
Ahora, no deja de sorprenderme que los auxiliares de vuelo tengan que recordar a los pasajeros, absortos en las pantallas de sus dispositivos móviles, que la cortina de la ventana tiene que permanecer abierta durante el aterrizaje.
Ya somos pocos los que miramos por ella.
Pocos, los que aprovechamos la luz natural para leer en papel.
Se necesita oscuridad para ver una película en una tablet, leer en un Kindle o utilizar alguna aplicación móvil.
Las costumbres cambian a lo largo del tiempo y es normal que así sea. Cambian también las maneras de relacionarnos. Pero hay en estos tiempos un alejamiento cada vez más evidente de la Naturaleza, hasta en los gestos más pequeños, en los recordatorios para cerrar el grifo o no desperdiciar la comida.
También en el maltrato que infringimos a los animales o en los incendios forestales que no dejan de crecer.
Viajamos mucho más que nunca. Pero ya no miramos por las ventanas. Al otro lado de ellas, en los aviones, está la luz, tan beneficiosa para nuestro ánimo, y la tierra, vista desde tan arriba, nos recuerda que nuestro tamaño, en perspectiva, es más o menos el de una hormiga. Una estampa que corrije hasta los egos más disparados.
Hay que volver a mirar por la ventanas de los aviones, volver a fijarse en el paisaje que recorremos desde un tren.
Quizá, "estar en las nubes", no sea tan malo después de todo. Ese un espacio que nadie vigila,no está conectado a ninguna red más que a la de la emoción. Es nuestro reducto de libertad. Mirar por las ventanas es un gesto revolucionario y mirar el paisaje que se nos ofrece con la ilusión de un niño ha pasado de ser algo naive a rotundamente punk.