Kabalcanty
Soledades (El físico. 1ª parte)
— Sería….sería….No sé cómo decírtelo, joder… Me cuesta… Pero sería mejor que no vinieras esta tarde.
Me dijo mi amiga Lidia al cabo de un mes de entrar en el instituto. Fue la primera vez que comprendí que algo no iba bien y que ese algo se parecía bastante a mí.
Siempre fui una niña gordita, bastante velluda, a la que mis padres le pusieron unas gafas gruesas, horrorosas pero baratas, de pasta para combatir una miopía que tuve desde temprana edad. En los primeros años de colegio mi relación con los demás niños podría calificarse como normal: jugaba, aprendía y tenía afinidad con los de mi alrededor del pupitre según el momento. No tenía ningún compañero fijo y suponía que era algo que elegía la casualidad. Al cabo de un par de cursos descubrí que, en realidad, ningún niño quería sentarse al lado de la "morsa peluda" porque olía a sopa de cocido, según me comentó Gutiérrez, el niño más alto, fuerte y respetado del curso. No me gustó, por supuesto, sin embargo hice caso a lo que me dijo mi madre: "Si se meten contigo diles que más vale tener que no desear" Luego mi padre añadió: "Te alimentas bien para ser una persona fuerte, sin enfermedades, y no esos niños flacuchos y escuchimizados que serán pasto de las enfermedades cuando lleguen a adultos". Mis padres estaban metidos en carnes, igual que mi hermano pequeño Ramón, y cualquier persona que no luciera unas buenas lorzas para mi familia estaban o estarían enfermos. Yo era una niña de ocho años y sus palabras me sirvieron para atrincherarme contra los que me insultaban en el colegio pensando que, en un futuro cercano, yo me pasearía ufana y saludable mientras ellos convalecerían en la cama de un hospital.
No hice muchos amigos pero creí que los suficientes para aquella época. Entre mis amistades estaban los muy tímidos, los cabezones, orejotas e, indefectiblemente, los gordos. Todos nos sentíamos muy a gusto como en un club selecto de escolares vilipendiados.
Lo que pasa es que llegó el tiempo de entrar en el instituto. Mi amiga Lidia, que pasó de ser gordita a rellenita, merced a un plan de choque de un nutricionista amigo de sus padres, cogió Humanidades y ciencias sociales para el bachillerato, lo mismo que yo. Nos hicimos muy amigas en el verano anterior a nuestra entrada en el instituto, aunque nos conocíamos desde la fase escolar. Nos intercambiamos ropa, música y confidencias desde el móvil o a través de nuestras charlas interminables en aquel verano en el parque de La Infanta Clara. Nos llegamos a jurar fidelidad y cariño para afrontar nuestra entrada en lo que considerábamos el umbral de la adultez, o sea el "insti".
Desde el primer día el instituto nos pareció un auténtico mundo por descubrir que nos ofrecía todas las posibilidades que pudiésemos imaginar y más. Tanto Lidia como yo estábamos embelesadas con los chicos potables que andaban por las clases, la libertad que te ofrecían los profesores sin tener que responder al tema de turno como un papagayo, el ambiente festivo que ofrecían la cafetería o el patio deportivo. Pronto nos introdujimos en un grupo mixto que el azar unió en el tiempo de asueto entre clases. Estábamos encantadas, revolucionadas dentro de un ambiente que rebasaba todas nuestras expectativas. A Lidia le gustaba Sergio, un chico rubio y bronceado que hablaba siempre moviendo los labios de manera sugestiva. A mí me encandilaba Pedro, moreno y que se había apuntado al equipo de baloncesto del instituto. ¡Una pasada! Remoloneábamos alrededor de ellos y a cualquier ocurrencia de ellos, reíamos como dos locas. Pero había mucha competencia. En el grupo éramos cinco chicas y tres chicos con todos los cruces posibles de gustos y tendencias. Cada cual desarrollaba su estrategia en pos de su trofeo.
La verdad es que no quise notar nada hasta que Lidia me dijo eso de que sería mejor que no vinieras esta tarde. Debió costarte mucho decírmelo a la pobre, pero, al final, me lo espetó en toda la cara.
No fui esa tarde con el grupo a una fiesta que habíamos preparado entre todos. Mientras ellos se divertían, yo estuve llorando tumbada en la cama. Lidia me dejó entrever que era mi figura oronda la que sobraba entre los chicos. Se lo comentaron los tres para que ella, siendo mi mejor amiga, me lo comunicara. Maldije a Pedro y a los otros dos entre lágrimas pero a quien más empezaba a odiar era a mí misma, a todos los kilos que me sobraban.
A partir de aquel nefasto día comencé a distanciarme del grupo. Me sentaba sola, en la bancada trasera de las clases, y trataba de concentrarme en los estudios. En el tiempo de recreo hablaba con otros compañeros alejada del grupo. Suspicaz, ya no me extrañaba que los chicos me esquivaran, al igual que ellas, las más monas, por congraciarse con las miradas masculinas. De esa manera conocí a Lourdes, Marisa y Yolanda, tres alumnas del instituto que no eran precisamente agraciadas físicamente y, por lo tanto, los chicos ponían poco interés en ellas. Nos hicimos bastante íntimas e incluso inseparables aunque, más tarde, las circunstancias nos llevarían por caminos diferentes. A Lidia y a los demás los fui y me fueron olvidando hasta el punto de no saludarnos cuando nos cruzábamos en los pasillos del centro docente.
Con mi familia fue lo peor. Empecé a culparles de mi físico y a cuestionar todo lo que salía de sus bocas. Mi hermano Ramón se puso un tiempo de mi lado pero luego, cuando le dio por hacer deporte de manera compulsiva hasta convertir su sobrepeso en plena esbeltez musculada, me culpó por no poner remedio al problema.
Y tenía razón, pero me encantaba comer. Me puse lentillas y me depilaba a conciencia, pero mi cuerpo me pedía comida inmisericorde y yo era incapaz de tener tiento. Hice varios regímenes, dietas de papillas de farmacia, acupuntura medicinal, hierbas, pastillas adelgazantes… Nada sirvió, además de ser muy caros. Perdía cinco kilos y a los quince días ganaba diez. Aunque no lo confesara abiertamente, me obsesionaba cada día más mi gordura y, sobre todo, la repulsa que procuraba entre la gente de mi edad. Había días en los que no pensaba en ello, pero luego llegaban semanas o meses de obcecación.
Fue un mediodía, al comienzo de mi segundo año en el instituto, caminando junto a Marisa, ya que ella vivía dos calles antes de llegar a mi casa, cuando me confesó algo sencillo: los laxantes.
— Lo he visto en internet. -dijo Marisa con los ojos encendidos- En el chat cuentan que los resultados pueden ser flipantes al a cabo de un mes. Lax1000 se llama y puedes comprarlo fácil en Amazon y tampoco es tan caro.
La expresión de su rostro me cautivó de inmediato. Me contaba esa confidencia como si fuese algo mágico que había descubierto por si sola y me mostraba su contundente eficacia con una sonrisa franca y los ojos desmesuradamente abiertos y persuasivos. Estaba claro que no podía fallar.
— Será nuestro secreto.
Me dijo agarrándome la mano con firmeza.
— ¡Un hermético secreto entre las dos, sííííííí!
Respondí maravillada dando un torpe saltito.