David Darriba Pérez
García se llevó las manos a la cabeza
—Siento comunicarle —le dijo el doctor—, que está aquejado de una muerte crónica.
—¿Qué significa eso? —preguntó García—. ¿Es grave?
—Que está muerto, señor García, y es irreversible. No hay vuelta atrás; se acabó; el fin; vamos, una muerte crónica, como le decía en un principio.
García se llevó las manos a la cabeza y se lamentó. Quiso llorar pero no le salieron las lágrimas. Claro, estaba muerto y los muertos no son de lágrima fácil, ni difícil, ni nada de nada. De todas formas lo intentó, lo de llorar, digo, para ver si así era capaz de desahogarse. Hizo un tremendo esfuerzo que le hizo achinar los ojos, apretando hasta el punto de casi quedarse sin aire, aunque tampoco tenía aire. No obtuvo un solo resultado positivo. Nada, ni un brillo en los ojos. Desistió.
—¿Está seguro de lo que dice, doctor? Mire que yo no entiendo mucho de estas cosas, pero siempre pensé que los muertos no hablaban como yo lo estoy haciendo ahora.
El doctor hinchó su pecho haciendo notar un resoplido de resignación que escapaba de la nariz. Luego abrió una carpeta y le mostró la partida de defunción.
—Mire —le dijo—, aquí al final está mi firma. Me he tirado estudiando un montón de años para que pueda rubricar un caso como el suyo. No es la primera vez que me topo con un óbito incapaz de asimilar el triste desenlace. Mire usted, García: lo que yo creo es que está acomplejado y por eso se niega a abrir los ojos a la evidencia. Un complejo a no querer admitir esta nueva realidad que se muestra en su particular horizonte. Este complejo suyo a ser distinto a los demás, a no poder hacer lo que los otros hacen, puede desembocar en un trauma terrible. Aunque este campo de la medicina no me compete a mi, tengo amigos con los que podría ponerle en contacto y…
—¿Pero qué complejos ni qué ocho cuartos? ¿Qué traumas puedo tener si ya estoy muerto?
—Precisamente el peor de todos ellos: el trauma que nunca podrá tener…
¡Pero basta ya de salirnos por la tangente! Repito que éste no es mi campo y lo que venía a decirle, lo realmente importante, es que está muerto. Aquí termina mi función, le doy las buenas noches y le deseo el mejor de los sepelios.
El doctor comenzó a caminar por el larguísimo y desolado pasillo. Sus pasos retumbaban entre las paredes pudiendo estremecer a un muerto. A García se le hizo un nudo en la garganta. No pudo decirle que se quedara con él un rato más como hubiese sido su deseo. No sabía si su consciencia marcharía con el doctor y quería alargar el momento. Un rato, únicamente unos minutos más y, después, entregarse a su destino; sin embargo, lo único que quedaba del doctor, ya era un lejano eco de su cuarenta y tres. Un eco encerrado en sus tímpanos y que seguramente nadie más podría percibir de encontrarse allí.