David Darriba Pérez
Venderle el alma a Dios
Venderle el alma a Dios es peor que vendérsela al diablo. Entenderán lo que les digo (o eso espero) en cuanto les relate lo sucedido. Presten atención a esta inquietante historia, tan fantástica como real y que me dejó al borde del abismo durante varios años. Como lo último que pretendo es aburrirles con preámbulos absurdos, comienzo, haciendo de tripas corazón, estas vivencias que desearía pero no puedo olvidar.
La lluvia arreciaba en la oscuridad del cementerio. Me produjo un extraño desasosiego la ventana del cuarto del sepulturero, que era golpeada por los impertinentes azotes del viento. Casi era imposible refugiarse en lugar alguno. El agua venía por todas partes y tal vez se estuviera algo resguardado en uno de los más estrechos pasillos formados por los nichos. Aun así, era incómodo permanecer mucho tiempo a la intemperie. Puede causar risa perderse en un cementerio y que se te eche la noche encima. Como disculpa diré que mi propósito, precisamente, era el que se me echara la noche encima. Añadiré que jamás pisé dicho lugar y que sus grandes dimensiones hicieron el no saber dónde se hallaba la salida. Tampoco tenía enterrado a un ser querido. Se preguntarán entonces qué hacía allí. Lejos de saber responderles, sólo diré en favor de mi honra que fui a parar a semejante lugar por dinero. Sí, por dinero. Por un puñado de sucios pero tentadores billetes. Y ahora, esa salida, no me hacía falta. No hasta concluir con el trabajo que estaba a punto de comenzar…
Encontré la tumba que me había llevado hasta allá y me dispuse a desenvolver el pico y la pala de la manta donde los mantenía camuflados. Apreté las mandíbulas una vez más; tal hábito las ha vuelto más cuadradas de lo habitual y, junto a la cicatriz que luce en mi mejilla izquierda, han dotado a mi rostro de un aspecto injustamente infame. De los mechones de mi negro cabello chorreaba el agua hacia la lápida. El sonido al romperla fue perturbador, hiriente a los oídos, aunque un tanto aplacado por la ventisca y la lluvia. Mis ojos apenas pestañearon al desalojar la tierra a paladas. Sólo pensaba en que a cada una de ellas, menos tiempo me quedaría para toparme con la tapa del ataúd. Y así fue.
¡Pum! ¡Pum! Me detuve. Pasé mi mano por la madera. Soplé. Se descubrió una madera desgastada; se descubrió una sonrisa histérica en mi cara. Quedé sentado en la montaña de tierra mientras miraba el agujero. Tomé aliento.
Después respiré hondo para armarme de valor, bajé y abrí la tapa. No fue más que un suspiro, un breve instante en el cual pude observar con nitidez el último y agónico semblante del cadáver. Como si hubiera sido enterrado unos pocos días antes, llegué a contemplar sus negros mechones, su tez cruzada por una cicatriz, su mandíbula cuadrada, hasta que al contacto con el aire quedó desintegrado como un diente de león. Descarnado por fin, aún conservaba el traje con el cual fue ataviado para el último viaje. ¿Sugestión? Quise pensar que sí. Estaba agotado y nervioso. Lo más razonable es que mi mente me jugara una mala pasada. Pero entonces lo advertí; un reloj, mi reloj, asomaba del bolsillo del difunto. Lo saqué con los dedos índice y pulgar, le di la vuelta y leí lo que era irremisible: la inscripción con el nombre de mi mujer y el mío, seguido por la fecha en la que contraímos matrimonio.
Ciego por completo, mi error fue aceptar el encargo de aquel viejo párroco de mirada turbia, de aquel representante de la Iglesia que a cada frase soltaba esputos envueltos en sangre. Desconocedor del porqué, del motivo que llevaba a ambicionar aquellos huesos (los míos), mi única misión consistía en entregárselos, en entregarme. Sin saberlo, a fin de cuentas, había vendido mi alma a Dios. Todo a cambio de unos cuantos billetes. No, señores, no les habla un muerto. Sólo alguien que sin ni siquiera pedirlo ha presenciado en lo que se convertirá el día de mañana.