
Pedro De Lorenzo y Macías
¡Chacho, condenado e indultado!
Chacho era un perro palleiro, cómodo, tranquilo y más vago que Bartolo. Era de color oscuro y de un blanco difuminado en su barriga.
Sus orejas, grandes y de duende. No labrada a nadie; los observaba, olía y se sentaba al estilo charro: durmiendo su siesta.
¡Eran tiempos muy duros! La guerra, desencadenada por Largo Caballero que se reencarna en Pedro Sánchez, invadió el valle, dejando a los pueblos con muchas necesidades. La solidaridad de esa gente, ya en olvido, logró que todos fuesen superando sus miserias.
Chacho no era rentable en el caserío. No se preocupaba de nadie. El abuelo comentó a la familia de arrojarlo al río Lérez, costumbre de aquella época. ¡Solicitaron una tregua, esperando reconducir a Chacho que hiciese algo positivo! ¡¡Estaba condenado a muerte!!
Vivía en Cabanas; iba a cumplir tres años. Mi madre, que tuvo siete hijos, estaba embaraza de mi hermana Olga. Me envió a vivir con mi abuelo. Las habladurías me catalogaron de traste, curioso y amigo de descubrir lo desconocido.
Llegué al encanto de mi Fragoso. Abrieron el portalón y Chacho abrió sus perezosos ojos, y, como un relámpago, vino a mi encuentro. Me olió, le acaricié y se sintió muy contento, muy querido. ¡Ya tenía un amiguete para mis juegos!
¡Me equivoqué! Asumió la responsabilidad de cuidarme, de vigilarme.
Intentaba subir a un árbol, y él me lo impedía mordiendo mi pantalón de pana. Me vigilaba en todo momento y me sentí muy agobiado.
¡Era la hora de la siesta! Chacho roncaba soñando con un enorme hueso. Me escabullí y me aventuré a curiosear la enorme huerta. Allí, atada con una larga cuerda, estaba la cabra. Comía las silvas y otros hierbajos, dejando la huerta como una patena.
La vi muy atareada en su comilona y me acerqué a ella, buscando su amistad. ¡Cómo se enfadó! Levantó sus patas y venía hacia mí. De pronto Chacho se interpuso entre los dos y se armó el “Belén”.
Los guaus de mi amigo y los bufidos de la cabra loca subieron de tonalidad, escuchándose el griterío en todo el valle. Chacho arrojaba espuma por la boca y corría en círculo intentando morder a la odiosa cabra; ésta intentaba cornearle. Yo, impávido, observaba esta contienda; animaba a mi amigo, que salió en mi defensa.
La situación era muy crítica. Apareció la tía María con un palo y puso orden; nos riñó a nosotros, enviándonos fuera de la huerta. Acarició a la cabra y ésta, mimosa y pelota, le hacía carantoñas.
Fue mi primera enemiga, ella y todas las cabras. Estaban locas de un remate espantoso.
Mi abuelo, que liaba un cigarrillo, lo vio todo y sonrió. Ya no tenía que preocuparse de mí e indultó a Chacho, acariciándolo y dándole unos sabrosos huesos.
¡Ya tenía un amiguete! Era un poco pesado, mandón e imponía su voluntad. Me vio sentando en la dura escalera pétrea, me asió por la manga y me llevó de recorrido por toda la hacienda.
Al lado del piorno, había una higuera que llegaba hasta la ventana de mi aposento. Debajo había una pequeña puerta de madera; estaba entreabierta y Chaco me introdujo en aquel bajo. Estaba lleno de chorizos y jamones colgando. ¡Era el almacén de carne porcina!
Intentamos saborear unos de esos chorizos. Chacho saltaba y saltaba.., no alcanzaba ninguno. Yo, le imitaba. Quedamos los dos agotados y sin merienda.
Otra bronca de mi tía. Nos envió a casa de tío Ramiro; cerró la puerta con un robusto cerrojo y sonrió musitando “canto traballo dan os rapaces”.
El tío Ramiro era hermano de mi abuela, que no llegué a conocerla. Tenía un montón de hijos y pronto me sumé a sus juegos. Chacho, acostado, tenía un ojo semiabierto, vigilando. Era uno de ellos.
Un pequeño regato construyó un charco para aposento de las ranas; el fondo era opaco, ya que lo cubría unas hojas y raras plantas. ¡Se inició el salto sobre la charca; los mayores no se mojaron nada! El peque, que era yo, no quiso ser menos. Cogí carrera…, y di un gran salto cayéndome en el medio de las ranas. ¡Risas y bromas!
Chacho vino en mi ayuda, resbaló y se pringó tanto como yo. Salimos del enredo; parecíamos croquetas empanadas de barro.
¡Ya el sol bostezaba y se disponía a descansar en el oeste! Era hora de la cena. Entramos en el corral; Chacho se esfumó y fue a junto un abrevadero, que tenía agua para los animales… ¡El muy pillo!
Entré en la Lareira. Estaban todos reunidos. La tía María, que hacía de mi abuela, en silencio y sonriendo, me metió en un gran tonel, que luego se llamaron bañeras. Me enjabonó todo el cuerpo, incluido mis rizos rubios; con un cepillo que era un arma de tortura, fue rastreando mi cabeza y todo el cuerpo. ¡Yo, calladito y sin rechistar! Luego me echó un mejunje que olía a desconocido en la cabeza. Me secó, me puso un mandilón de niña y fui a cenar.
Tenía un cansancio de aúpa. Mi abuelo, sonriendo y con sorna, permitió que me fuese a mi cama. Llegué. ¡Qué caradura! El Chacho, limpio y oliendo a rosas, me esperaba. Quería dormir conmigo.
Le convencí que durmiese debajo de mi cama; nos quedamos dormidos, roncando como unos buenos angelitos.
Pedro de Lorenzo y Macías.
Fotografías: Sofía Lorenzo Gómez.
NOTA: Todas estas vivencias me las iban contando cuando tenía siete años, por toda la familia al carón de La Lareira.