Pedro De Lorenzo y Macías
¡Aquellos maizales, aquellas mazorcas!
¡Ya de pequeño me asignaron un trabajo, el riego de los maizales! ¡Añoranzas de mi valle de Fragoso, lleno de verdor esperanza y lucha por la supervivencia!
Muy cerca del caserío de mi abuelo, vivía la familia Figueroa. La casona era grande, con departamentos acogedores y muy bien conservados; la plaza de abajo estaba destinada a cuadras, bodega, gallinero y otros utensilios.
Esta familia era parienta de mi abuela, que no llegué a conocerla. La Madre de Familia, de nombre María, había perdido a su marido en la estúpida guerra; tenía tres hijas: Argentina, Ernesta y Maruxa. Las dos primeras era costureras; Maruxa se encargaba de las labores. Ella era la encargada de regar los maizales y fue mi maestra en esta bucólica tarea. Era de poca edad y el sacho era hecho a mi medida.
Mi abuelo me contó que el maíz lo trajeron de América. Se extendió por nuestra Galicia en el siglo XVII. El mejor lugar para su cultivo era el clima gallego, sobre todo en mi valle de Fragoso. Fue muy aceptado y dio pie a la construcción de piornos, molinos de agua y cuna de amoríos.
En los inicios de la primavera, todos dedicaban un tiempo en limpiar los cortafuegos en el misterioso monte Arcibal; amontonaban fentos, tojos y otros inquilinos. Cada uno cargaba en su carro lo que le correspondía. Estos elementos los depositaban en las cuadras de las vacas. Encima de estas cuadras, estaba el retrete: un agujero circular en el suelo. Allí iban todos los desperdicios de nuestro organismo. Con la bosta de las vacas se elaboraba un suculento abono para nuestras huertas.
A principios de Abril, portaban este abono a diversas fincas; lo extendían sobre la superficie; pasados dos días, con el arado o lejón lo iban enterrando entre aquella rica tierra. Las destinadas a plantar el maíz eran rotuladas con marcas. Sembraban este rico manjar a finales de abril o inicios de mayo.
El manantial era de mi abuelo, pero tenía la obligación de ceder el agua para el riego de una parte del valle de Fragoso. Había construido un pilón enorme en el cual almacenaba agua por vagancia de nubes llorosas.
Se juntaban las familias e iniciaban el turno de riego. A nosotros y a La Figueroa nos tocó cuando berreara el antipático gallo. Habían construido unas canaletas, con una puerta de madera que daba acceso a las distintas fincas.
Entre los maizales diseñaron surcos para ir desviando el agua para que todos los maizales recibiesen su porción de agua. Maruxa y yo, iniciamos el riego muy temprano; tocaba todos los días. Poco a poco iban asomando pequeñitos maizales.
Con el mimo y nuestro riego crecieron, volviéndose altaneros y distinguidos.
Presumía de las tiernas mazorcas y de sus pendones, defensa de los cuervos ladronzuelos.
Tocaba cortar los pendones. Los mayores los decapitaban; los peques íbamos amontonándolos en feixes. Venía el carro, tirado por vacas, y se transportaban a los caseríos. Se guardaban para alimento del gando en tiempos invernales.
¡Cómo éramos todos aquellos rapaces! Ya en estado lechoso, arrebatábamos una mazorca; en un lado, con un pequeño fuego, la íbamos soasando. ¡Estaban sabrosísimas!
Llegaba la recogida de los maizales. En cada pueblo había distintas maneras de hacerlo. Mi abuelo nos alentaba a todos, ya que la familia era enorme, a despegar los maizales. El que conseguía una mazorca roja, tenía premio. Cada dos tomaba una hilera; uno desbrozaba y el otro la guardaba en un cesto. ¡Hubo varios premios y discusiones!
Los mayores vaciaban los cestos en un carro y transportaban las mazorcas hasta el piorno del caserío, que las conservaba de acuerdo con la naturaleza.
Poco a poco, a los atardeceres nos tocaba desgranar la mazorca; las mujeres iban separando los granos: unos para los animales del corral, otros para llevar al molino.
Estas labores se hacían antes de la cena. Llevaba su tiempo, pero era muy divertido.
¡Llegaban los días de la molienda! Las mozas escogían el turno del anochecer y las muy desagradecidas no nos llevaban con ellas. Iban vestidas de fiesta, allá, al viejo molino. Y cantaban el canto do grilo y otras picarescas.
Le preguntaba a mi abuelo por qué no nos llevaban a nosotros. Sonriente y con mirada pícara respondía: “Xa o sabrás”. La curiosidad es fuente de descubrimientos y sabiduría. Pocos meses después las mozas se casaban y algunos decían que iban tres al altar. ¡Era muy difícil entender a los mayores!
Regresaban del molino con sacos; unos de harina y otros de lo sobrante, que era para alimentar a los animales, sobre todos a los cerdos, ya que se acercaba el San Martiño. Con la harina del maíz se elaboraban las ricas boronas y sabrosas empanadas. Grupo de familias se reunían y hacían la hornada. Calentaban el horno, que estaba a la derecha de la Lareira, luego lo limpiaban; introducían sus panes y empanadas, sellando el horno con algo parecido a caca.
Las mujeres empezaban con sus sabias conversaciones sobre enamoramientos, difuntos y otras divagaciones. ¡Nos aburrían un motón!
Aprovechamos para jugar “A pai, fillo e nai”, “al pincho” y otras aventuras. Pronto nos llegaba el aviso que la hornada finalizaba. Nuestra presencia era notoria; salían del horno aquellas grandes boronas, aquellas suculentas empanadas.
¡Ya teníamos pan de millo para varios días! ¡Se ponía de un duro, que vaya martirio para degustarlos! La siguiente hornada tocada en otro caserío, y así con los siguientes. Ahorraban en leña y tenían en activo aquellos hornos de nuestra piedra
gallega.
Sinto nostalxia pola miña terriña.
Os anos vainse…,
Quédanos o noso recordo,
a nosas vivencias..
Pedro de Lorenzo y Macías.
Fotografías: @Xoan Arco da Vella.