Esteban Fernández Santos
Una segunda oportunidad, vuelve a empezar
Hace tiempo escribí estas líneas, más o menos por noviembre de 2020. Fue un momento terrible en mi vida, sufrí un infarto de miocardio agudo. En la convalecencia quería reflejar, por una parte, todo mi agradecimiento al equipo médico que me atendió (en especial al Dr. Cereijo) y, por otra, las reflexiones que siguieron a continuación, que desearía compartir por si, a lo mejor sirvieran de ayuda a otras personas que se hallan o vayan a sufrir un trance semejante.
El 28 de octubre sentí un dolor intenso en el brazo derecho que, pensaba, podría ser un "trancazo", porque tenía congestión nasal y malestar general. El 14 de marzo de 2020 andábamos con el COVID a vueltas, así que me asusté un poco –en realidad, me asusté bastante- porque el dolor en el brazo era más penetrante e insoportable. Llame al 061 y en poco tiempo apareció una ambulancia que me llevo al Hospital Provincial. Un enfermero bajó de la ambulancia enfundado en su correspondiente EPI (Equipos de Protección Individual), y como era capaz de andar subí de buen grado al vehículo sanitario con ayuda del enfermero, por si me caía, vamos, cosas de protocolo y humanidad.
Una vez en el Hospital, tengo vagos recuerdos… Sonreía, siempre me ha gustado sonreír a las personas, en cualquier circunstancia, porque pienso que la sonrisa sirve para empatizar y mostrar calma. Con esa sonrisa, que ya parecía mueca tonta, empezaron a instalar en mi cuerpo diversos sensores que se conectaban a otras máquinas que hacían sonidos dispares. Pensaba: "¡Esto debe ser serio!". En otro momento, la cardióloga de guardia empezó a interpretar toda la información que le proporcionaban las sibilantes máquinas, se giró hacia mí, ya no sonreía, y a otra compañera le oí que le decía, pero ya en la lejanía: "¡Está entrando en parada cardíaca!".
Después, me metieron en otra ambulancia, notaba el peso de una máquina que me habían puesto en el vientre, me acompañaba una enfermera, que me cogía de la mano, y me miraba muy atenta… la ambulancia iba muy deprisa, oía la sirena, me sentía mareado y me imagino que perdí el conocimiento varias veces.
Aparecí en el Hospital de Santiago de Compostela, alguien me llevaba a toda prisa por los pasillos, sólo miraba las luces del techo pasar. Todo se sucedía muy rápido. Entré en otra habitación donde un médico intentaba meterme algo en mi cuerpo, recuerdo gritar con toda mi alma y, finalmente, "fundido en negro", no me acuerdo de nada.
Todo es como un puzle, intento juntar las piezas, pero no hay manera. Son recuerdos sueltos. "Mañana te vamos a operar, te voy a dar una pastilla que te relajará y te hará dormir, ¿de acuerdo? No te preocupes todo va a salir muy bien", me decía una enfermera.
En un grado de conciencia aceptable, intentaba recordar: "¡Pero si solo es un trancazo!". Pensé que podía ser COVID, ¿pero un infarto a los 52 años? Imagino que me estaba haciendo efecto la pastilla, el pensamiento se evadía a su voluntad. Rememoraba a todas las personas que he querido, experiencias vividas. La infancia, la juventud y la madurez revoloteaban en la memoria a su antojo, a su capricho, sin orden ni concierto.
Recuerdo las golondrinas en verano en la casa de "Campo do Boy", que construían sus nidos en la pared de la terraza, volaban y hacían unos giros rapidísimos, casi suicidas, hasta que se posaban en un hermoso ciruelo y en una, algo desvencijada, higuera. Recordaba mi primer beso, debajo del puente de La Barca que, por cierto, acabo fatal, porque con los nervios me dio el "hipo" y toda la romántica escena se fue garete abajo. También la primera vez que monté en moto y aquella inmensa sensación de libertad que sentí. Y las distintas mujeres que conocí a lo largo de mi vida, de las que aprendí muchísimo, recordaba sus miradas, sus caricias, sus ternuras… Todos los pensamientos eran dulces, como un bombón que estás dispuesto a comerte, pero antes lo contemplas absorto, extasiado por su penetrante olor, hasta que te ves seducido y le das el primer bocado, algo así, más o menos.
Creo que me susurre a mí mismo: "Gracias por todo. Ya me puedo ir". Sentía paz en mi interior, mucha calma. Me quedé dormido y al volver a despertar habían pasado casi dos días. La operación duro doce horas. Mi hermano pequeño me acompaño en todo momento, sólo permitían a una persona, con las consabidas medidas de seguridad. Estábamos en pleno COVID.
El 4 de noviembre de 2020 volví a nacer. A pesar de que ahora tengo 54 años, en realidad, tengo casi tres. ¡Y vuelta a empezar! Me desperté y tenía aparatos adheridos a mi cuerpo por todas partes, mi hermano sentado en una silla, exclamó: "¡Qué, tío! ¿Cómo estás?". Algo balbucee porque se río, y sentí cómo todo su cuerpo se relajaba, como si hubiera estado en tensión hasta ese momento.
Los días se me hicieron eternos, ocho meses de baja, una enorme cicatriz en mi pecho, y un contratiempo inesperado: la herida supuraba y estuve algo así como dos meses con un aparato que aspiraba ese líquido que me salía de ambos extremos de la cicatriz. ¡También superado!
Como faltan unos meses para que cumpla 3 años me puedo permitir decir lo que quiera amparado en la tierna edad y en cierta permisividad de los mayores cuando los pequeños nos hacemos los "graciosillos". ¡Que conste que soy un niño bastante bueno y obediente! En mi otra vida era rabudo, peleón y pendenciero.
El mensaje de un niño de tres años es: ¡Sólo tenemos una vida, que se sepa! Nuestra única obligación es vivir, con dignidad, generosidad y muchísimo amor. ¿La vida se porta mal con nosotros? No, la vida es sin más, más bien, somos nosotros los que tenemos que ir por la vida, como caminantes, aprendiendo los unos y de los otros, gastando raudales de paciencia tantas veces como haga falta para que cuando llegue el momento de irnos, nos duela a rabiar, marcharnos en paz y con la certeza de que hicimos todo lo que pudimos para ser felices y hacer dichosos a todas aquellos que formaron parte de nosotros alguna vez. ¡Sí, así vale la pena vivir!
Aunque hay probabilidades genéticas en mi familia, somos muy de corazón (debe ser) también hay razones profesionales, personales que pueden hacernos estallar o colapsar en algún momento, y el cuerpo reacciona, naturalmente. ¡Faltaría más!
Por aquellos años trabajaba una media de diez horas diarias, no tenía vida personal en ninguno de los sentidos, todo era el trabajo y pagar facturas. ¡Y eso no es vida! No podemos plantearnos la vida así. Quizá no lo pensé en aquel momento, y creía que debía ser así, pues me equivoque.
Así que sirva esto como un acto de constricción y también de construcción, velemos por nuestro bienestar, cuidemos de nuestra salud y una forma de hacerlo, sin duda, es tratar de ser feliz. Me defino a mí mismo como un "coleccionista de felicidades". Me explico.
Desde aquel 4 de noviembre, parto de la base que el mero hecho de vivir es en sí mismo un "estado de felicidad", lo que ocurre es que no nos damos cuenta. Estamos tan absortos con las "memeces" que nos rodean que, dicho sea, sin ánimo de acritud, como dice Julio Iglesias: "Me olvidé de vivir". ¿Cómo te vas a olvidar de vivir? ¡Por favor!
En realidad, la felicidad son pequeñas felicidades que nos están ocurriendo, pero no nos percatamos de ellas en el instante en que suceden. Tenemos que sentirlo e ir guardándolas en un cajoncito para rememorarlas en los momentos de flojera, que los hay y los habrá.
Tengo una persona muy especial en mi vida que le encanta abrazar árboles y pasear con los pies desnudos por el campo. Dice, no sin razón, que es una forma de llenarse de "energía"… es una forma de expresarlo, pero ese es un instante de "felicidad", sólo hay que perderse en su sonrisa para sentir la felicidad, la de ella y la propia. Porque las "felicidades" de los otros, si somos capaces de percibirlas, también nos afectan a nosotros, nos hacen felices.
Soy especialmente feliz cuando me ronda un poema por la cabeza y deseo enfrentarme a un folio en blanco para escribir, para expresar lo que está dentro de mí y desea salir, a través, quizá, de una estrofa, de un verso que no deja de derramarse por el pensamiento, hasta que las letras van tomando forma, en ese instante, soy feliz.
Soy feliz cuando veo a un niño sonreír, le devuelvo la sonrisa. Una señora me sonríe y me agradece que me haya parado en el paso de peatones, sé que tengo que hacerlo, pero la señora no tiene porqué agradecerme nada, es mi obligación, pues me sonríe y se siente agradecida. Me hace feliz. Me encanta hablar con mis mayores y que me cuenten sus interminables historias de vida, es un acto de absoluta generosidad por su parte que lo hagan, y un acto de absoluto egoísmo que no lo hagamos. ¡Escuchar! ¡Percibir! ¡Sentir! ¡Emocionarnos! ¡Estremecernos! ¡Sorprendernos! ¡Comprendernos! Todo ello converge en la felicidad. ¿Por qué no nos damos cuenta? Al dar respuesta a esta pregunta me viene a la memoria el libro de José Saramago "Ensayo sobre la ceguera", que recomiendo encarecidamente. Sí, estamos "ciegos".
Es una "ceguera" la nuestra que se cobija en el tener, poseer, hacer como tiene que hacerse, la pereza, el otra vez lo mismo, el hastío y el pertinaz aburrimiento, ese perenne cansancio que llevamos a rastras y, lo que es peor, muchas veces mostramos una "indiferencia" por todo lo que nos rodea que el ser humano se hace absolutamente inhumano. ¡Lo vemos todos los días!
Claro que no se puede pontificar que, últimamente está muy de moda, y tampoco es el objetivo de este relato hacerlo, todo lo contrario. Desde la operación tengo unas ganas enormes de vivir, pero no vivir de "cualquier manera", deseo vivir siendo feliz, porque no concibo una cosa sin la otra. ¡Y no es fácil, naturalmente!
Ocho meses después del infarto, tuve otra intervención en la pierna derecha, una artería había dejado de funcionar. La idea era sustituirla (la arteria, claro). La operación fue un éxito, aunque, a veces, tengo que ayudarme de un bastón para andar. ¡También superado!
Cuando más "palos" recibes más insistente tienes que ser, pase lo que pase. Sé que llega un momento que no puedo andar porque el dolor es insoportable, entonces, me paro como si fuera un "turista" que está buscando una calle. Me quedo quieto un rato y si hay un banco cerca me siento, sin más, esperando a que se me pase y… ¡Vuelvo a empezar!
Sin embargo, he de decir que esta "segunda oportunidad" está siendo más difícil que la primera, cuando naces. Porque, a veces, me dejo vencer. Miro por la ventana de mi apartamento y veo a la gente pasear, me entra una congoja tremenda por no poder hacerlo yo, te invade la tristeza y, sí, claudicas. Al día siguiente… ¡Vuelvo a empezar!
Quiero pensar que ese será mi "caminar", tampoco lo veo tan malo, porque al ir despacio disfruto muchísimo de mi ciudad, a la que regresé después de veinte años de ausencia. También aprecio muchísimo la humanidad de las personas cuando me ven con el bastón y el lento andar, me dejan pasar –amablemente- algunas señoras dicen: "¡Tan joven y ya así!". No sé si es una reprimenda, que, a lo mejor sí, lo interpreto –en todos los casos- como un "sigue adelante", pase lo que pase. Que, si me tengo que parar, me paro; que tengo que volver a casa porque no puedo más, me vuelvo… al día siguiente volveré a intentarlo. ¡Vuelvo a empezar!
¡No me voy a rendir! Por eso, y siempre desde la humildad, desde el acto más generoso que es compartir, intento mandaros toda mi fuerza y energía a las personas que habéis pasado por un momento tan terrible y doloroso como el que yo he vivido, no os rindáis jamás porque nuestra obligación es vivir y sentir cada instante de felicidad, simplemente, observad a vuestro alrededor habrá una sonrisa, una mirada, una atención, un "algo" que nos hace bien… y si, ese día no pasa nada, no os preocupéis… tardaré, por culpa del bastón, pero llegaré y cuando te encuentre, te diré: "¡Vuelve a empezar!". Y, ni lo dudes, volveremos a empezar juntos. ¡Volveremos a empezar!