Kabalcanty
En peligro (II)
"Les quedan cinco minutos a ustedes para que las fuerzas de seguridad desalojen el barrio". Anduve hasta el seto que había frente al mercado viejo y me apoyé sobre el pretil. Era noche cerrada, un viento invernal lustraba su cuchillo meneando las ramas de los árboles con estrépito. Subí la cremallera de mi cazadora hasta el final después de sacar el bolígrafo. Cogí un clínex de mi pantalón y escribí la palabra concreta que contenía ese rincón de mi imaginario donde por fin habitaba tras más de cincuenta años: Kavaranchel. Luego encendí el mechero y, de espaldas al viento, apliqué la llama al papel. Antes de que la última pavesa volara hacia la nada, la fortificación nebulosa desapareció. Me inundó un estruendo que me hizo contraer el rostro y ante mí se desplegaron diez vehículos antidisturbios y uno blindado pertrechado con un cañón de agua. Varias decenas de agentes antidisturbios, unos con porras en ristre y escudos, y otros con escopetas de balas de goma, precedían a los vehículos. Tras el cordón policial, una muchedumbre ingente vociferaba algo ininteligible. En segundos, la avenida se llenó de lucecitas navideñas, se abarrotó de coches atrapados en un atasco mientras por las aceras bajaban y subían grupos de personas ataviadas con gorros estrafalarios y espumillones de colores chillones cantando una y otra vez el mismo estribillo ("...esta noche es nochebuena y mañana Navidad, dame la bota María que me voy a emborrachar. Ande, ande, ande, la marimorena...). Algunos, bebiendo a morro de botellas verdosas, estrellaban el casco sobre el pavimento provocando la carcajada de los de alrededor. La farmacia de Ramón Ruiz ahora era un llamativo centro comercial, el cual tragaba visitantes apresurados chocando entre sí con voluminosas bolsas. "El centro comercial les recuerda a sus clientes que permaneceremos abiertos hasta las doce de la noche para que todos los suyos tengan mañana el regalo deseado. Celebre el auténtico espíritu navideño con la compra ideal"
- ¿Qué hace usted aquí, caballero? - se acercó hasta mí el policía de mando custodiado por seis o siete agentes más. Junto a ellos, tres hombres trajeados de oscuro llevaban unos maletines hinchados que los hacían vencerse ligeramente por su peso. - Su documentación, por favor.
Un hombre, con una peluca de largos cabellos rubio platino, se puso a vomitar sobre el alcorque que había tras los policías que me rodeaban. La mujer que le acompañaba, tras una careta de Minnie Mouse, hizo sonar una ensordecedora trompetilla con flecos.
- Acompáñenos al furgón, señor González.
Me tomaron dos policías por los brazos y me acercaron al meollo.
- Ese hombre no ha hecho nada.
Nemesio Acebal, ante su carrito rebosante de libros, gritaba a la policía a tan sólo unos metros.
- Gutiérrez, hágase cargo de ese pordiosero. -dijo enérgicamente el policía de mando.
En ese instante fui consciente de que Nemesio no era un personaje más de los que habitaban Kavaranchel, era como Kabalcanty, parte de mí mismo, duendes que despilfarraba mi sombra. Soslayé cómo el agente le zarandeaba, le chillaba, y cómo, en una avatar de la pugna, se volcaba su carrito de libros haciéndose un montón grosero en el suelo iluminado por el parpadeo de las lucecitas navideñas.
- Calvo, piojoso, ponedle a la sombra a ver si espabila.
- Hijoputa que nos jodes las fiestas.
- Mira el peloroto qué modosito va ahora.
Fueron algunas de las frases de la multitud congregada tras el cordón policial antes de que entrara en el furgón. Después todo fue pesado y rutinario. Me preguntaron, les respondí y entrada la madrugada, cuando ya no quedaba nadie, excepto algunos pocos policías, me dejaron libre advirtiéndome: "Si volvemos, no nos gustaría, ni a usted ni a nosotros, encontrarnos otra vez. ¿Oído?"
Subí la avenida despaciosamente, haciendo tiempo hasta que desapareciera el último furgón, con bigote húmedo por el rocío de la madrugada. Por la avenida dormitaban diseminados confetis, cristales rotos, vomitonas. El mastodóntico centro comercial replegado en su gruta de ogro reponiendo fuerzas . Las lucecitas seguían guiñoteando su mensaje de vaciedad. "Feliz Navidad, viejo pelón", me gritaron desde un auto que me rebasó velozmente.
Volví a escribir en un clínex el mismo nombre que antes quemé e ipso facto la bruma se levantó enredando las sombras. El luminoso intermitente con la cruz verde de la farmacia de Ramón volvió a latir. La avenida, desalojada, volvía a respirar silencio y sueño. A lo lejos vi recortarse, al albor de la primera luz natural, el sombrero de Kabalcanty y una figura de menor estatura embozada hasta las cejas en una bufanda. Ana corrió hacia mí para abrazarme.
- Hecha un trago de este carajillo que he preparado, brother. Levanta a un muerto.
Dijo Kabalcanty, acercándome un termo que sacó de una bolsa de plástico.