Kabalcanty
Siempre hay cadáveres prescindibles (Parte 11ª)
El Restaurante Bodegón Francachela, como se nombraba en los posavasos, era un local bastante amplio de premeditado ambiente selecto. Tenía dos comedores: uno, paralelo a la barra que se extendía hasta la puerta de la cocina y otro, más reservado, tras unas puertas acristaladas. Tras la barra, un surtido de vinos de añejo bouquet mostraba un pretencioso lustre en consonancia con una clientela que deseaba hallar un sitio con clase. Las mesas, talladas de manera rústica al estilo mesón castellano al igual que las sillas, las ocupaban tres parejas mixtas, una reunión de siete amigotes y otra con tres mujeres y dos hombres. El comedor reservado parecía estar vacío.
K., bebiendo su cerveza, escudriñaba el ambiente fijándose en los ventanales en cuyas cuadriculas ribeteadas de plomo se estampaba un escudo heráldico. En la oscuridad de la noche exterior parecían flotar esos blasones, iluminados por unos apliques simulando candelabros, que representaban a una almena, sustentada en el ángulo de dos espadas, en la que se enroscaba un dragón lanzando su fuego furibundo.
En la barra, distantes unos de otros, tres personas compartían la línea de K. Dos hombres trajeados, como la mayoría de la clientela masculina, y un tercero, el más cercano a K., que vestía un chaleco guateado de marca y unos pantalones de lona beige. Tomaba una copa de vino que bebía con delectación como si en cada sorbo hallara el elixir de una voluptuosidad celestial. Entornaba los ojos unos segundos en cada trago para luego escrutar su alrededor más inmediato.
— Debe ser un caldo excelente, caballero -le dijo K. señalándole la copa- Y presumo que usted es un auténtico sumiller. ¿Me equivoco?
Se fijó primero en el deslustrado sombrero de K. para bajar los ojos y constatar que los botones de su camisa vaquera se tensaban sobremanera a la altura de la tripa, luego le contestó sin llegar a mirarle pero esbozando una sonrisa amigable.
— Es un tinto de Rivera del Duero, el ideal para tomar antes de cenar. Vengo todos los días aquí para tomarme dos copas. Es el mejor momento del día sin duda. Usted prefiere la cerveza.
Entablaron una conversación trivial, combinando vinos y cervezas tomados con anécdotas varias en sitios diferentes. El hombre, Don Joaquín Mosquera, como él mismo se presentó, era un actor secundario de teatro que, jubilado ya, bebía y comía más de lo que sus años aconsejaban. Tenía un decir ampuloso, mezclando sus vivencias con frases aprendidas de las obras representadas "por toda la piel de toro de esta España ahora rota", según afirmaba. Sonreía para si después de cada locución teatral como si su memoria mereciese algo más que el asentimiento impávido de K.
— Yo soy periodista de un periódico digital de Valladolid, Arturo Giménez -dijo K. en cuanto encontró la ocasión de meter la cuña- Estoy lo que se dice de paso y creo que me he dado el paseo en balde por lo que vi hace un rato. Pretendía hacer un reportaje a Heraldos Españoles. Por lo que sabemos, sus ideas y las que profesamos en el periódico son bastante afines. Somos prensa patria que queremos dar cobertura a los grupos de entraña nacional. Ya sabe a lo que me refiero, don Joaquín.
El hombre pareció sentirse incómodo. Apuró rápido el segundo vino que K. le había invitado y se acercó a él tras bajarse de la banqueta.
— Esos no son santo de mi devoción. Y a usted le digo, señor Arturo, lo que dijo Caramanchel, el criado de Don Gil y Doña Juana, del inmortal Tirso; No quiero más tentación; que me dais que sospechar que sois duende o familiar, y temo a la inquisición. Suerte y cautela, amigo.
Luego se largó sin más.
K. vio que eran cerca de la diez. La ronda le había salido por más de veinte euros. "Caray con los francachelos" se dijo K. contando el dinero que le quedaba. Llamó al camarero y le pidió un pincho de tortilla y otra jarra.
— ¿Desea el señor probar la tortilla cinco estrellas de la casa? -le preguntó el joven camarero desde la seriedad hierática del mármol.
— No, no, a mí ponme de la de garrafa.
El joven asintió sin comprender del todo.
El local se había ido animando hasta el punto de tener casi todas las mesas llenas. El comedor reservado seguía pareciendo desierto. Los camareros iban y venían entre las mesas dejando a su paso aromas suculentos. Se percató K. de lo armonioso del comedor (los comensales hablaban en voz baja, sus risas eran tibios sonidos de gargantas hacia adentro, todos formaban la estampa de la formalidad y el refinamiento) en comparación con los tascos de Carabanchel.
K. dio una tosecilla de rigor y se acodó en la barra. Desde la mesa más cercana sintió el aguijonazo de unas miradas punzantes. Pensó en que los Heraldos Españoles tenían pocos adeptos a su alrededor o no había dado con el hilo conductor. No parecía ser un grupo lo que se dice grande. Podrían ser los típicos niñatos que van a armar jarana al sitio que sea en nombre de lo que sea. Pero, sin duda, alguien menos gilipollas los tenía que dirigir. ¿Y si el mechero no tenía nada que ver en el asunto? Sin embargo, era la única pista que poseía, un pálpito desde que lo encontró.
K. recibió la jarra de cerveza con la misma ansiedad que de costumbre. De un trago vació casi la mitad del líquido. Para la tortilla fue menos voraz. Comenzó quitándole el pico del triángulo, apartándolo para desmenuzarlo separando la patata de las hebras del huevo, luego mojó el pan en la especie de revuelto.
— Me preguntaba si es en este local donde dan estos mecheros -le dijo al camarero mostrándole el objeto que encontró junto a la casa de Mésio- Me gustan porque quiero recomendar este sitio a un buen amigo que le gusta el yantar y la priva, -mostró la mano abierta y el dedo pulgar a la altura de la boca- y veo que aquí es excelente una cosa y otra. Es pequeño y un fumador empedernido como yo seguro que no lo olvida en cualquier parte.
El camarero hizo un gesto de incomodidad separando las manos del cuerpo.
— Pues precisamente ese modelo se acabó hace varios meses. Está desgastado aquí abajo, mire. –dijo señalando el extremo junto a la válvula de carga de gas- Se hicieron unos cientos cuando el mesón patrocinaba al Atlético Tres Cantos la temporada pasada. No sé si al gerente le quedará alguno. Si lo desea puedo…..
— ¿Podría hablar yo con el gerente? -cortó K. muy interesado en la información- Trabajo en publicidad y puede que tengamos intereses comunes. Ya sabe, promocionar este sitio o ese club siempre une lazos que podrían pasar desapercibidos. Por eso es mi profesión, claro.
El joven, bastante tímido aunque metido en su papel camareroensitiodepostín, le hizo un ademán de espera. "Si me permite, voy a consultarlo", dijo inquieto.
Tardó el tiempo necesario para que K. encargara otra jarra tras salir a fumar un cigarrillo al exterior.
— El señor Campillo le espera, señor. Pase por aquí detrás.
El camarero le indicó una puerta en el extremo contrario de la barra.