Kabalcanty
Siempre hay cadáveres prescindibles (Parte 7ª)
Andaba ya por la tercera jarra cuando el policía, sin el uniforme, apareció por la puerta del bar.
— Antes de nada, Gus, tengo que pedirte otro favor urgente.
Le dijo K. al tiempo que ponía sobre la mesa sus ocho euros y la calderilla.
– Venga, tío, pago yo lo que hayas tomado y lo que tomemos ahora -le contestó, llamando la atención del camarero de barra- Aquí los del cuerpo tenemos barra libre y si no tenemos guita se nos fía.
"Otra jarrita y caña para los señores", dijo el camarero siguiendo las gesticulaciones del policía.
K. tenía los ojos algo enrojecidos y el sombrero demasiado echado hacia atrás lo cual manifestaba la magnitud de su calvicie.
— Del tal Nemesio poco te puedo contar -comenzó Gus- Era un sin techo, ¿verdad? Ya. Bueno, tío, qué quieres que te diga... Esas muertes son de segunda clase. No sé cómo explicártelo. Ni siquiera sus familiares han presentado denuncia o un mínimo interés. En homicidios el caso está parado, sin seguimiento por ahora.
K. se frotó la frente con el dorso de la mano y luego buscó los ojos del policía.
— Me lo imaginaba. ¿A quién le importa un muerto tan pobre que desayunaba con saliva?
Gus hizo una mueca asertiva.
— Es pronto todavía pero... En fin, ya veremos. Mira te traigo los cuentos que te dije de mi chica. Para mí son cojonudos pero me gustaría que los echaras un vistazo. Además, ¿tú conoces quién los puede publicar y eso?
K. tomó la carpeta haciendo un gesto de ambigüedad.
— Dame tu nuevo teléfono y te hago una perdida para que tengas el mío porque me imagino que lo perdiste. Ya, es normal. Pues, mira, me llamas en una semana o diez días y me dices que te parece lo de mi chica y yo te cuento si sé algo nuevo de tu colega. ¿Te parece?
K. asintió mientras le daba un tiento a la estrenada jarra de cerveza.
Charlaron un rato del pasado, de cuando se conocieron en la ejecución de un fallido desahucio de una familia de un piso de la calle Salvador Allende.
— Acabamos tomando birras contigo, el funcionario judicial, el procurador y tres de mi colegitas y también ese que siempre iba a tu lado, el de los ojos saltones.
— Baldomero -confirmó K.
— ¡Ese, hostias! Vaya viejales con marcha ¿no? Y vaya desparrame después de que fallase el desalojo. Gastaron guasa los vecinos del barrio. ¡Vaya mañanita!
Se despidieron en la entrada del bar acordando en llamarse pasados unos días.
— Estoy al tanto con lo de tu amigo, K.
Fue hasta la Avenida de los Poblados y bajó hasta la Avenida de Abrantes. Tomó un autobús interurbano. Al validar su tarjeta de transportes de jubilado, el conductor le llamó la atención.
— ¿Adónde irás tú, Juanillo el del sombrerillo?
Reconoció a Braulio, un tipo que vivía por el barrio y que se mudó hacia más de una década. A K. no le caía especialmente bien, además de que el peso cervecero le percutía en la parte trasera de la cabeza.
— Me alegro de verte, Braulio. ¿Todo bien?
Se fue hacia la parte central del vehículo. A la cuarta parada se apeó. Caminó por Abrantes pero se desvió en la primera calle a la derecha. Al final, todavía renegrido el espacio, estaba la última morada de Mésio iluminada por la luz triste de una farola. Se detuvo en Vía Lusitana para escudriñar la calle a izquierda y a derecha. La noche campaba por la solitaria calle ni peatones ni tráfico. Con la carpeta bajo el brazo, cruzó hasta el linde del bulevar. Los boquerones en vinagre y la cerveza se revolvían con acritud en la caldera de su estómago. Un eructo le hizo arrugar el gesto y frotarse la barriga como si la notase demasiado pesada. Desde la acera de enfrente consiguió hallar el lugar que buscaba. Era un garito diminuto con las puertas pintadas toscamente de verde y un letrero elaborado a mano: "Casa Miguel. Vinos y cervezas". Adentro tres o cuatro hombres, entrados en años, se apoyaban en una limitada barra observando sus vasos. La curiosidad de su entrada les sacó de su sopor alcohólico.
— Póngame un tercio.
Le dijo al camarero, un tipo agitanado de espesas patillas y ojos traicioneros.
Se puso un cigarrillo entre los labios sin encenderlo. El móvil comenzó a sonarle. Era Baldomero. Colgó. Puso la carpeta con los papeles de la novia de Gus en la repisa bajo la barra y buscó los ojos del camarero. Bajo la luz mortecina del local calibró los amarillentos ojos esperando la ocasión. "Tiene que tener el hígado como un pez globo", pensó.
— Menudo follón se lió la noche del domingo. Fue por allí enfrente. ¿Me equivoco?
Le espetó al camarero señalando la entrada del barucho.
El otro le observó unos instantes de medio lado, cortando unas rodajas de un queso grasiento y sospechosamente amarillo.
— Se cargaron a un pordiosero. Lo mismo le vino hasta bien; una vida arrastrada no la quiere ni Dios. -se detuvo unos segundos tomándole medida de arriba abajo- Usted no es de la bofia por mucho sombrero que se plante y por mucha pregunta que me haga.
K. sentía la hostilidad innata del tipo. Las veces que le miraba de frente, el resto se concentraba en las tiras de queso, sus pupilas cerosas se chamuscaban.
— Yo sí que vi la bullanga desde arriba.
Le dijo un viejo señalando el techo del bar.
— Vive arriba, en el primero. Este es un alcahuete y le gusta la jarana más que a un tonto un lápiz.
K. se arrimó al viejo deslizándose en la barra y le pidió al camarero que les pusiera otra ronda. Tenía los ojos papujos, de mirada vaga de bebedor empedernido y el filo de los párpados sanguinolentos. Pareció sonreírle en la cercanía pero lo cierto es que desde su boca casi desdentada se dibujaba un gesto inequívoco de hiena.
— Eran tres jamelgos -comentó el viejo relamiéndose ante el vino gratis que le servían- Tres hombretones que se montaron en un coche con las ruedas gordas como ruedas de molino. Lo vi, sí señor, desde la ventana de mi casa con estos ojos de jodio alcahuete.
El anciano trató de encontrar la mirada del camarero pero este ya andaba en el otro extremo manejando unos botellines en la cámara frigorífica.