Beatriz Suárez-Vence Castro
Saber perder
La Navidad, inevitablemente, nos ha traído el recuerdo de los que ya no están y también de lo que ya no tenemos o, en esa vorágine de consumo sin motivo real, de aquello que ya no podemos gastar, a pesar de ese engaño continuo que, en formas de préstamos, hipotecas o plazos nos dice que sí.
Qué importante es convertirnos en buenos perdedores.
La sociedad ensalza al ganador y lo sitúa a la altura de un espejo para que nos miremos en él, olvidando la mayor parte de las veces, la figura tan interesante y tan digna de aquel que ha tenido, ha perdido y ha sabido seguir adelante a pesar de las pérdidas. Y es que la vida es, además de los triunfos ocasionales, una sucesión de pérdidas y de despedidas.
Decimos adiós a familiares, amigos, hijos, parejas, amantes, a la juventud, a la salud, al trabajo, al status.
A pesar de saber de antemano el dolor que vamos a sentir a causa de las pérdidas, no nos preparan para ello. Nos programan para ganar. Vivimos en el culto a la perfección a pesar de que el ser humano es imperfecto.
No nos dejan siquiera aceptar, ya no la pérdida, si no el cambio, el paso del tiempo. Especialmente a las mujeres, nos bombardean con anuncios de cremas antiedad, (ese absurdo concepto) Botox, tintes, cómo si todo lo que nos venden pudiese detener los relojes.
Las redes sociales contribuyen a esa no aceptación del cambio. Según la Universidad de Londres, el año pasado el 90% de mujeres utilizó filtros en sus retratos de Instagram.
¿No sería mejor aprender a vivir con las canas o las arrugas sin que nos diese miedo lo que vemos en el espejo? No me refiero a dejar de cuidarnos, porque hay que llegar a mayores lo mejor posible, pero deberíamos hacerlo sin sufrir, aceptándolo, desprendiéndonos con alivio del disfraz; descubriendo esa nueva apariencia nuestra que nos acompañará de aquí en adelante y que no es mejor ni peor, es la que llega y se queda. Cuanto más nos resistamos a algo que es inevitable, más sufriremos.
Nos han preparado para subir escalones, pero no para saber gestionar una caída, la frustración por no haber podido llegar alto.
Desde el niño al que los Magos no le traen ese juguete que ha pedido, si no otro (o ninguno porque por desgracia algunas casas se han quedado sin esa visita) hasta el opositor que no consigue la plaza que ha estado preparando o el profesional, un ascenso.
Nos sentimos horriblemente mal cuando no conseguimos lo que nos hemos propuesto, como si el mundo nos hubiese negado lo que merecemos y nuestra vida ya no tuviese sentido, cuando, quizá ahí, empezamos a descubrir una parte de ese sentido: ser felices con lo que tenemos, sea más o menos.
Deberíamos aprender desde pequeños que, como decía Rudyard Kipling, el triunfo y la derrota son dos grandes impostores. Somos los mismos cuando ganamos y cuando perdemos. Tenemos el mismo mérito. A veces solo un accidente separa la delgada línea que hay entre ambas acciones.
Hay una dignidad enorme en la figura del perdedor.
El que lo ha tenido todo y ahora espera su turno en una cola de un comedor social con la cabeza alta, sabiendo que así es la vida. Ha aprendido que en esta ruleta jugamos todos.
El niño que saluda sonriente en una carrera, orgulloso de su dorsal y que mira cómo otros tres niños, los ganadores oficiales, recogen medallas en un pódium, y les aplaude. Él ha entendido qué significa ser deportista.
La mujer en una silla de ruedas, paseando a sus perritos, bien abrigada porque, aunque ya no pueda correr con ellos, sí que puede acompañarles en su paseo. Y le sigue apeteciendo levantarse de la cama, aunque le cueste.
Esta semana, Maribel Sanz, ex modelo y presentadora, contaba a una revista que ahora trabaja como secretaria de dirección en una multinacional porque ya no le salían trabajos en televisión: "A veces estás arriba; otras; abajo y otras veces dejas de salir en televisión, pero hay vida más allá de ella y tienes que salir adelante"
Para acabar de llenar su particular carro de mala suerte, ha tenido un deterioro grave en las vértebras, lo que le ha llevado a un período de invalidez que afortunadamente no ha sido permanente: "Me han quedado secuelas, ya no puedo correr, que era mi deporte favorito, pero sigo escalando y puedo montar en bici, aunque hay días en que tengo que medicarme para evitar el dolor".
Cuando le preguntan por sus recién cumplidos y bien llevados 50 años, responde que lo que hace es cuidarse, hacer el deporte que su nueva situación le permite y llevar una vida sana.
No da muestras de amargura ni de nostalgia recordando su vida de estrella de la tele, casada entonces con el cantante Sergio Dalma. Se ha vuelto a casar con un funcionario y tanto sus hijos como su segundo marido, viven su vida alejados de la fama que una vez tuvo ella. Y tan felices todos, aunque a ella le siga apeteciendo volver a televisión, sabe que ahora toca otra cosa, ni mejor ni peor: distinta. Aunque con menos relumbre.
De todos ellos, de tantos otros y de mis propias vivencias, aprendo, porque a mí, como a todos ellos, la vida me haya preparado para sonreír desde arriba no hacia arriba.
Ahora que continúo perdiendo, estoy ganando también y aprendiendo a valorar, en medio de la desesperación de algunos días, la importancia de seguir aquí, agarrada a aquellos que me cuidan y me quieren, pero sobre todo a mi misma, a mis ganas que, como decía Elena Huelva, siempre ganan.
Sé que es mucho lo que me queda y no renuncio a soñar, pero mis objetivos son cada vez más modestos, más claros y más prácticos. Sigue gustándome competir, ganar y que me aprueben, pero ya no me preocupa. Aunque los premios siguen haciéndome ilusión, sé que son más aleatorios de lo que parecen. También si me los dan a mí. Con la edad se gana cabeza sin perder corazón. Soy pro edad.
He perdido interés por los ganadores, aunque los respete y entienda su mérito, pero es a los perdedores, a quienes admiro. Ellos, en mi corazón, se llevan todos los laureles.
Cuando perdemos a alguien, la salud se ve mermada o perdemos un trabajo, la vida ya no vuelve a ser igual. Aceptar ese cambio y saber decir adiós, es absolutamente necesario para despedirnos de una etapa y empezar la siguiente de la mejor manera posible.
No entiendo el significado de la vida o su trascendencia, pero sí sé que vivir es bonito, a pesar de las pérdidas y las despedidas.
Habrá más personas que nos ayudarán en el camino que queda y a las que podremos también ayudar. Habrá otros trabajos y salvo en casos muy graves, la salud volverá.
Saber despegarnos de lo que se ha ido es dejar que lo nuevo llegue.
Y algo bueno, llegará.