David Darriba Pérez
Gregorio
Cientos de hormigas se abalanzaban sobre el cuerpo inerte de Gregorio Samsa. Era demasiado voluminoso para poder arrastrarlo hacia el hormiguero e imposible de meterlo adentro. Decidieron, por lo tanto, despedazarlo con sus poderosas mandíbulas. No debían dejar escapar aquel alimento con el cual se sustentarían durante tantos meses y que, además, venía con una manzana incrustada, ya mermada por la putrefacción, en su lomo. Comenzaron por los extremos de las patas, trocito a trocito, para después cargarlo en fila india y entre varias hasta su despensa. Las sombras, casi fantasmales, se descubrían inmensas e inquietantes sobre las paredes desconchadas. La primera sensación que tuvieron al caer aquella sustancia viscosa y pestilente en sus bocas fue de asco. Una sensación de repugnancia que jamás habían experimentado con ningún insecto. Tentadas estuvieron de abandonar cuando pensando que últimamente la comida escaseaba, hicieron de tripas corazón. Continuaron
seccionando las antenas para proseguir con el caparazón, hasta que al encontrarse libre, la manzana cayó rodando hasta la puerta. Pasó por encima de algunas de ellas sin causarles el menor daño. Sintiendo esto, fueron hacia la fruta, llegando varias a abandonar parte de la presa cundiendo la indisciplina y por consiguiente el caos. Si aquella sublevación no se paraba podría ser el fin de todo el hormiguero.
Salieron las soldado con unas órdenes estrictas. Aniquilaron a varias obreras. El resto, dejando la manzana para el final como les habían mandado con anterioridad, acataron su tarea en trasladar al insecto sin desobedecer lo más mínimo. A fin de cuentas en eso consistía su misión y jamás tendrían que haber llegado a tomar una decisión por su cuenta.
Casi terminaron el trabajo pasados unos días, al menos amenizado por el violín, que desde la muerte de Gregorio volvía a sonar por fin en el cuarto contiguo. Parecían hipnotizadas; algo que tampoco se debía permitir pues cualquier distracción también podría comprometer a la comunidad. Sólo quedaban unos pocos restos y la dichosa manzana que ahora apenas era un arrugado pellejo pestilente. Cesó la música. Tras el silencio vino el sonido de la puerta que se abrió despacio. Se asomó Grete, la hermana de Gregorio. Dio un pequeño grito aspirado ante semejante escena hasta que armándose de valor, se aproximó a las hormigas para aplastar con una ira irrefrenable todas aquéllas que pudo. No llegó a comprender por qué la criada dijo que se había deshecho del cuerpo, siendo evidente que aquellos despojos eran los de su hermano. Los recogió con una escoba mientras sus ojos enrojecían por las lágrimas que no terminaban de salir. Y salieron, salieron en cuanto directamente tiró aquello que quedaba de su hermano en el contenedor del jardín, una cascarilla que bien se podría haber deshecho con algo más de aire de lo normal.
Grete volvió a entrar en la casa dirigiéndose al sillón donde descansaba el padre. Lo besó en la frente. Cogió el violín y fue de nuevo al cuarto de Gregorio. Metió los muebles que había retirado para que éste no se hiciese daño y, tras dejarlos tal y como estaban antes del desafortunado suceso, tocó lo mejor que pudo una de las piezas preferidas de su hermano. Una sonrisa llenó de luz todo el rostro que sugería la siguiente frase: ¿Me perdonas?