Kabalcanty
Literatos (4ª parte)
Cené un bocata de caballa en pan del día anterior. Sopesé llamar a Patricia pero, por el momento, no deseaba contarle nada del asunto, si es que al final decidía aceptar. Pero ella me llamó media hora después. Le conté que todo marchó bien y que había conocido gente muy interesante y que podía ayudarme con mi novela.
Desde que dejé a Justino Ramírez tenía la idea fija de indagar más acerca de Gil Batuecas. Aunque le conocía de nombre (era miembro de la Real Academia de la Lengua, además de que alguno de sus libros siempre andaba por los escaparates de las librerías más prestigiosas) de aspecto hasta esa tarde me era un perfecto desconocido. Busqué en el ordenador y pronto tuve un currículo del literato. Era básicamente ensayista de poesía clásica y, sobre todo, autóctona. Especialista reconocido de Góngora, por supuesto. En los últimos diez años optó por la popularidad: bajó de su firmamento academicista para habitar tierra firme. Escribió un par de novelas históricas que fueron best seller dentro y fuera del país, además de Premio Nacional Lírico por un poemario que fue traducido en veinte idiomas; todo un exitazo hablando de un libro de poemas.
De su vida privada saqué poco provecho. Se suponía que era un solterón empedernido que no tenía "satélites" a su alrededor que chuparan de su fama. Si que hallé a un tal Sabino Lucio Batuecas, que supuse hermano, que en su primer poemario, publicado a los cincuenta y seis años de edad, había sido galardonado con el Premio Marcial Irazola, que era casi como el nobel poético. En el pc encontré fotos, de molde photoshop, donde Batuecas lucía más delgado y en poses del típico bardo intelectual de mediana edad.
Al día siguiente, como todos, fui a desayunar a El comandante. Me extrañó que en la puerta del local me esperara fumando Pepe Luis caminando acera arriba y abajo. Ellos solían llegar más tarde, casi cuando yo apuraba los últimos posos del café.
— ¿Esta Patri dentro? -le dije nada más encontrarnos.
— Déjate de Patris y de puñetas -me contestó sacudiendo la mano con brío- Tenemos que hablar del plan y ella sobra. Por lo menos de momento. Estamos de acuerdo, ¿no?
Sí, no quería meter en el charco a Patricia, sin embargo lo que me cabreó fue su tono intransigente además de haberme metido en un lio sin ni siquiera comentarme algo a priori. "¿Te crees que soy gilipollas?", le espeté con toda la iracundia que puede acumular uno que no la usa a menudo.
— Vamos, pero si te ofrezco un caramelito -dijo esgrimiendo un cigarrillo a modo de pipa de la paz- Escucha, mientras te invito a desayunar, te cuento más sobre el tema y ya verás cómo se te hacen los dedos huéspedes.
Fumamos el pitillo escondiéndonos en naderías cotidianas y luego pasamos al bar.
En vez de en la barra, nos sentamos en una mesa. Patricia no estaba.
— Estamos hasta arriba de trabajo.
Me aseguró, lo que no creí en absoluto.
— Joder, Basilio, hoy en las porras te has "pasao de blandiblu"
Le dije a El comandante al ver el plato que nos sirvió.
— Eso se lo cuentas al sieso de Ramón, el churrero, que las amasa con untura de Alameda de la Sagra. ¡A mí qué cojones me contáis!
Con el ceño fruncido, el lunar verrugoso de su frente tendía a comprimirse y ensancharse como el titilar de una estrella apagada. Sabíamos todos de la mala leche de Basilio pero nos ponía a la mayoría pincharle todas las mañanas. Por algo era "comandante".
Pepe Luis engulló las porras como si estuviesen recién hechas.
Enseguida fue al grano y empezó volviéndome a cabrear.
— Tienes una cita en casa de Gil Batuecas esta tarde a las cuatro y media. Para que te haga una prueba y te contrate.
Le monté otro pollo. "¿Pero tú quién te has creído? ¿Me vas a meter por cojones en un embrollo sin todavía saber de lo que se trata? Tú no estás bien de la chola."
— Escucha, alma de cántaro, si conseguimos sustraerle el método al Batuecas nos hacemos ricos los cuatro. Patricia también, qué leches. Él ha amasado su fortuna aprovechándose de mi padre ignorante y buenazo. Él y su hermanito que ahora presume de poeta enrollado y premiado.
Tenía un hermano, sí. Pero….. ¿Cómo era eso de que se aprovechó de su padre?
— El bonachón de mi padre, que en gloria ande, le sirvió en bandeja la clave del éxito literario. Él, que era más de campo que las aceitunas y más cerrao que el chumino de la señorita Pepis, antes de morir me contó que halló una caja especialmente reluciente entre el carbón mientras paleaba para nutrir la caldera de la casa; mi padre era el portero de la casa donde vivía la familia Batuecas Monteañaz. Gil era un jovenzuelo vago y alocado que se las daba de escritor pero que no hacía ni la o con un canuto. Estudiaba Filosofía y Letras pero el mastuerzo era un negao. Farra, borracheras y maromos, porque Gil anda como palomo cojo, que lo sepas, hasta que llegó la famosa cajita que mi padre, tonto del culo, se la entregó al espingardo porque "Gilito sabría el significado del envoltorio como buen estudiante de las letras y los pensamientos".
El bar estaba en la hora punta de los desayunos. Lo económico del local atraía a lo más cani de la barriada y el vocerío estaba asegurado. Tuve que decirle un par de veces a Pepe Luis que subiera el volumen de su voz.
— Lo que contiene esa caja mágica lo desconozco al igual que mi padre, lo que sí te puedo asegurar es que desde que el joven Gil la tuvo en su poder su destino cambió por completo. Le dio dos mil pesetas a mi padre alegando "que la cajita le parecía monísima" y asunto concluido. Comenzó a publicar en editoriales prestigiosas coincidiendo con el beneplácito de toda la cohorte literaria de relumbrón del país. Pronto la fama de sus libros llegó al extranjero y su nombre se colocó en pocos años a lo alto de los autores consagrados. A sus treinta años Gil Batuecas era considerado todo una celebridad literaria. Eso lo adaptó a su forma de vida y no veas a qué tren ha llegado el pájaro.
Patricia se acercó sonriente a la mesa. Me besó tibiamente en los labios y volvió a preguntarme ansiosa por mi visita al Ateneo.
— Con todo lo que me ha contado, en un pispás tienes al lado a un escritor de fama mundial, Patri.
Dijo Pepe Luis guiñándome un ojo.
Patricia aplaudió de la manera más cursi.
"Te imaginas que en un futuro el mismo Vargas Llosa te plante la insignia áurea del Premio Nacional de Literatura. ¡Sería la hostia, chabal!", comentó Pepe Luis mientras yo me abandonaba a las ensoñaciones que, desde mi encuentro con Justino, fluctuaban entusiastas en mi mente lo quisiera o no.
Eso me perdía. Ya había soñado eso de la insignia y muchas más cosas. En unas imágenes mudas, veía pasar mi novela de unas manos a otras. Manos todas de insignes escritores y doctores en materia literaria. Yo posaba sonriente declinando los favores que me mandaba una multitud enfebrecida. Mi novela era célebre y mi ego se desbordaba por todos los poros de mi cuerpo. Tal vez mereciera la pena conocer el secreto de Gil Batuecas.