David Darriba Pérez
El huerto
Todos los días baja al huerto. Se abre el camino desde su casa, una vereda con zarzas a uno de sus lados. El declive es considerable y sobresale más de una piedra (que evita los resbalones) entre la tierra apelmazada. Es pequeño; sin embargo, cultiva muchas verduras de temporada. Suficiente para él solo; hasta da alguna que otra cosa a su hermana pequeña, a ésa que vive en la ciudad. Bueno, más bien es un pueblo grande, aunque lleno de edificios, parques infantiles y un rumor constante de automóviles. No les separan más de diez kilómetros, pero a él no le gusta; ha vivido toda la vida en una de ellas. Y no en una pequeña como la de su hermana, sino en una grande, demasiado grande, hasta que se decidió a venir aquí. Ahora no lo cambiaría por nada. Esta tierra la considera una diversión. Un lugar de esparcimiento en el que deja de pensar o, al menos, poder pensar en aquello que le resulta realmente importante; vamos, medita, que es más satisfactorio. Si tiene que regar, riega; si tiene que labrar, labra; si tiene que podar, poda... Pero una vez terminadas sus labores suele permanecer allí un buen rato. Sentado a los pies de la higuera o bajo el emparrado, consigue separar los olores que acuden mezclados. Los días que llueve destilan por cualquier lugar. Siempre hay unos olores que destacan sobre los otros y la gracia consiste en identificar aquél que permanece más oculto. En esa época en la que vivía en la ciudad, su olfato estaba un tanto atrofiado. Le provocaba una rabia inmensa porque bajo su opinión, de pequeño, lo tenía muy desarrollado. Ahora lo ha recuperado sin duda por limpiar de humos sus vías respiratorias. Cada dos por tres piensa en cambiar la tapa del pozo.
Herrumbrosa, parece que se va a partir en dos si la deja caer. No lo hace, pues para él tiene su encanto. Si echa el caldero al fondo, mira con detenimiento el reflejo que juega en las ondas. Al chocar contra el agua, un sonido reverberante sube por las paredes por las que se agarra el musgo; al igual que cuando al tirar de la cuerda y envuelto por el chirrido de la polea, se derrama el agua cayendo de nuevo en las profundidades. A veces le pasa por la cabeza el que los insectos ahogados han ido a morir ahí a propósito; qué mejor lugar... Debe ir quitando las lechugas que quedan porque están a punto de espigar. Algunas ya lo han hecho y tendrá que dárselas a las gallinas. Sus huevos le hacen recordar a los que le freía su abuela cuando la visitaba por vacaciones: muy amarillos, pegajosos y con ese sabor que no se encuentra en los del supermercado. No se le va su imagen y eso que murió hace muchos años, siendo aún un mocoso, en el mismo dormitorio donde hoy duerme él. Ya su cara se retorcía alcanzándole el inexpugnable gesto de una muerte que no se demoraría más que unas cuantas horas. Entró el cura, con una sotana que le ocultaba los pies, un libro con las tapas gastadas bajo el brazo y todo lo necesario para administrar el Viático. Pudo abrir los ojos y así los mantuvo hasta que se marchó para el otro barrio. Siempre cubría su pelo con un pañuelo negro sin tener la certeza de habérselo llegado a ver. Por lo que decía su madre era morenísimo y así perduró hasta el final, bajando únicamente unas solitarias canas que salían disparadas. Ha procurado conservar todo tal cual; menos el gran crucifijo que colgaba encima de la cabecera de la cama porque le daba mal fario. Lo guarda en el sobrado junto a unos trastos que le da pena tirar. Son recuerdos y en ocasiones se recoge en ellos para evitar que terminen olvidándose. Se ha levantado un viento impertinente que barre las hojas arrinconándolas contra el muro. Los colores juguetean en el horizonte, con torpeza, porque sólo salen rojos. Se aproxima tormenta. Piensa en ir subiendo la vereda y descansar en su casa. Si enciende la chimenea habrá de tener cuidado y retirar las cosas amontonadas a los lados durante un verano más largo de lo normal. Qué bello está el huerto, tan verde.
Las gotas de la lluvia resbalan por las largas hojas y quedan colgando en cuanto cesa, con ese punto de luz en sus extremos. Incluso parece hablarle y él afina el oído; tal vez lo esté haciendo.