Kabalcanty
Un asunto de mal olor (4ª parte)
No había llamado. Tal vez era demasiado pronto para que la muchacha reaccionara viniendo la propuesta de una persona que tan sólo conocía de vista. Pudiera ser que sí. Pero lo que estaba claro, y Leire lo supo desde que le pasó su número de teléfono escrito en el ticket, que le podía la ansiedad. Ni siquiera Facebook le distraía y su panda de lerdos insensibles. Los minutos en el día eran como horas, pero por la noche eran casi meses. ¿Tendría que volver al hipermercado aunque no le tocara comprar? No podría aguantar esta tensión por muchos días. Noelia era una chica tímida, muy tímida, era algo muy evidente, y tratar de que tomara una decisión en tan poco tiempo era poco menos que una barbaridad. Por eso le gustaba tanto, su candidez le despertaba esa ternura que sólo podría aplacar abrazándola, susurrándole al oído palabras de cariño envueltos con una multitud de besitos. Necesitaba una persona como ella, posesiva, desbordada de amor, con los años suficientes para inculcarle que la vida estaba en torno a su afecto y que todo lo demás era un decorado macabro que terminaría haciéndola daño. Mamá lo aprobaría, seguro. Le diría: "Debes darle todo ese amor que atesoras expresamente para una persona como ella." Mamá la miraría fijamente, como cuando le preguntaba que cómo se las arreglaría cuando no estuviese en este mundo, la miraría con esa intensidad que tantas veces acababa humedeciéndole los ojos y mesándole el cabello con la delicadeza y cadencia que sólo mamá sabía. Comprendería que Noelia no era una simple cajera de hipermercado. "Tú has sabido elegir", le aseguraría, mientras el aroma del café recién hecho les llegaba desde la cocina a primera hora de la tarde, de tantísimas tardes junto a la ventana viendo pasar la insulsez de la vida. Comprendería que debían amarse en aquella misma casa, en aquel mismo cuarto, viendo pasar la vida estúpida al tiempo que ellas lo llenaban de abrazos y besos, de esencia de la vida. Ya no era si merecía más que ser una sencilla cajera, era muchísimo más: Tenía que ser rescatada de las garras de la vulgaridad. Mamá comprendería que sólo el amor que sentía por ella podría salvarla. O, acaso, no. Leire sintió la duda como un aldabonazo que retumbó en su cabeza sacudiéndole el cuerpo entero. ¿Era mamá tan comprensiva? "Todavía sigues siendo una niña inconsciente que piensa que el mundo puede contenerlo entre sus manos. Eres devota de tus sueños, una fingidora que, tarde o temprano, se estrellará contra esa realidad que niegas.", escuchaba la voz de mamá enredada en el alboroto de su cuerpo. "Sucumbirás al destino que evades, mala hija". Cubrió su rostro con las manos y gritó un "no" agónico y, al tiempo, férreo, rotundo.
Era urgente que Noelia pasase a formar parte de su mundo. Tan apremiante que Leire se levantó rauda de la cama. En todo un impulso, se comenzó a vestir para ir al hipermercado 24 horas. Temblaba al ajustarse cada prenda y sentía el sofoco de la respiración agitada como un marcapasos implacable. Tanto llegó a alterarse que tuvo que recostarse en la descalzadora y, con los brazos caídos a sus costados, cerrar los ojos y tomarse un respiro. "¿Qué haces, Leire?", escuchó el soplido del aire zumbarle en el oído. "¿Quieres pasar por una estúpida loca? ¿Deseas que se ría de ti? ¿Quieres hacer el ridículo chillando en el supermercado su nombre?" Leire fue serenándose abriendo los ojos despacio, acompasando la respiración con las palabras de viento que le susurraba.
Fue a hacerse una tila a la cocina. Cuando pasó cerca de la tubería averiada escuchó un burbujeo remoto, un regüeldo arropado con la fetidez de costumbre.
Aunque volvió a la cama, apenas concilió el sueño. La infusión le sirvió de poco porque su mente no paraba de dar vueltas y más vueltas a la posible llamada de Noelia. Ese sin vivir tenía que acabar pronto y decidió, mientras daba vueltas en la cama, que se pasaría sin falta esa misma noche por el hipermercado 24 horas si no tenía noticias durante el día. Eso sí, más templada y con la dosis apropiada de aquel anís de mamá.
Temprano vino el perito del seguro del edificio acompañado por Antonio. El portero tuvo una actitud distante y fría con Leire. A ella pareció importarle bastante poco, les acompañó hasta el comienzo del pasillo mascullando un saludo a regañadientes.
— Bien -dijo el perito, un tipo con un marcado acento autóctono jalonado por un léxico técnico- Problema en ascendente general agua potable entre 4º y 3º izquierda que radica en el deterioro de tubería de 45, supuestamente ferrosa, que afecta a pavimento del 4º izquierda y techo y paramento de 3º izquierda, sitos en pasillos de ambas viviendas. Descubrimiento por cala del albañil para evaluar daños internos. Sustitución de la zona afectada por fontanero y repaso y pintado de las zonas para total reparación. ¿De acuerdo, señora? Por cierto, ¿es tan persistente siempre este mal olor? Podríamos tener un problema añadido si también anda afectada la bajante de aguas residuales.
Leire se le encaró ceñuda y le espetó: "Yo lo que quiero es que esto se arregle ya mismo, señor mío. ¿Me explico?".
El perito soslayó al portero y este hizo un gesto de indiferencia obviando a la mujer.
— Lo antes posible, señora. -añadió el perito.
Nada más salir los hombres, Leire fue a por el ambientador en espray y roció en abundancia en la zona más oscura del pasillo, junto al churretón de la pared descendiente del techo. Examinó el entarimado hasta que halló algo que fumigó hasta la extenuación. Sacudió la cabeza un par de veces y maldijo la avería. "No creo que mamá se enfadara por esto.", se dijo mientras desandaba el pasillo.
Fue hasta el teléfono móvil para sentarse entre los visillos. En la casa se estaba fresco sin necesidad de aparatos costosos que enfriaban el aire, muy al contrario de ese sol de justicia que vaciaba la calle. Mientras escudriñaba la vaciedad de la acera, se topó con una ventana enfrente. Había un hombre con barba en la buhardilla. Ajustó su posición en la ventana para hacer más precisa su visión. Descaradamente estaba mirando por unos prismáticos. Sí, era un hombre barbudo que movía el aparato de arriba abajo y de izquierda a derecha del edificio como si deseara hallar un punto deseado. Movía los binoculares con una precisa lentitud, examinando los ventanales de fachada. "¡Rediós, creo que está enfocando a mi ventana!", exclamó Leire, dando un respingo que arrastró la silla. Estaba segura que miraba a su casa, ahora más distante pero con la suficiente perspectiva para situarle. El hombre reposó los prismáticos un momento sobre su pecho. Tenía descorrida la persiana y los visillos sin importarle mostrarse indiscreto. Se acarició la barba, después de beber de un vaso chato, y volvió a la vigilancia.
Desde que faltaba mamá era la primera vez que Leire tenía miedo. Por más que retrocedía en el tiempo no reconocía aquella sensación. Desde los últimos días de mamá, en sus horas de agonía, sobre todo, no había experimentado ese temor que le hacía sentirse frágil y torpe como el descuido de una palabra que desvela un horrible secreto.