Kabalcanty
La Rebotica de Ramón Ruiz
Me gusta ser dueño de mi soledad y no al contrario. Me agrada, a última hora de la tarde sobre todo, pasear huidizo calle abajo hasta aquella falsa niebla, mencionada semanas atrás, que hace de linde entre la existencia concreta y esta otra alojada en el laberinto de mi imaginario. Observo entretejerse la humareda divisoria y constatar que gran parte de mi pasado se fraguó a ese otro lado. Mi antiguo barrio, mi vida laboral, mis amigos de adolescencia, compañeros, vecinos, algunos familiares..., físicamente separados por esta cortina vaporosa y, al tiempo, descargados impolutos en mi memoria. Sé que de vez en cuando tengo que traspasar la frontera, lo cual me aterra, y arreglar asuntillos inevitablemente. También ellos recurren a este reducto onírico que he llamado "Kavaranchel" pero más por despiste que por querencia. Están unas horas, un día a lo sumo, y después se marchan desvanecidos entre la adulterada neblina.
Alimentando el manto gríseo, echo una bocanada espesa de mi pitillo y canturreo para mis adentros una canción de Serrat: "... al sabio por conocer que a los locos conocidos...".
No es extraño, entonces, que la farmacia de Ramón Ruiz se encuentre cercana a ese punto limítrofe. ÿl es la persona más cercana que tengo en este barrio inverosímil. Me comprende, me escucha, me mima, llegaría a decir, además de ser una persona sobradamente cultivada y sensiblemente inteligente. Su farmacia es una de esas modernas con mucha luminosidad, esmaltadas en un blanco higiénico; nada que ver con la botica de Paco, la que jalona el edificio donde vivo y a la que esquivo por razones que ahora no vienen al caso. Hay carteles publicitarios aconsejándonos el fármaco ideal para una salud de cuerpo mágico, cápsulas que domeñan el colesterol y el ácido úrico, plantillas para sentirse como Aladino, y una báscula digital que te habla sobre tu peso y tu tensión arterial. El negocio lo heredó de su madre, Doña Hortensia, ya difunta, y tras su paso por la universidad lo regenta ayudado por Sandra, su compañera sentimental de más de una década.
- ¡Hombre K, te estaba esperando como agua de Mayo!
Me dice, nada que franqueo la puerta automatizada de cristal. Sonríe tras el mostrador, junto a Sandra, achinando los ojos tras sus gafas de miope e irguiendo su osamenta cachazuda. Posee un timbre de voz acogedor, meloso, tan entusiasmado ante el más nimio acontecimiento cotidiano que te llega a hacer partícipe aunque no quieras.
- Hace diez minutos que han traído el cartel. A ver si te parece bien donde Sandra y yo hemos pensado colocarlo.
- Ha quedado fenomenal. Mira cómo relucen las letras - apostilla Sandra, haciendo un mohín de regocijo.
El caso es que hace un par de meses a Ramón se le ocurrió partir la amplia rebotica en dos partes. Mandó colocar un tabique de Pladur y una puerta de paso. Compró una mesa, un ordenador y dos estanterías metálicas. Enmarcó tres litografías (Kafka, Poe y Carlos Edmundo de Ory), las cuales coloqué en la pared con todo mi agrado, y ahora, para rizar el rizo, me mostraba emocionado un cartel plástico donde se inscribía "POETAS VERTICALES 21" en carácteres fulgentes.
- Uno no puede estar todo el día dándoles vueltas y vueltas a su situación de desempleo. Ya verás como esto cunde en el barrio y tú serás el primer responsable. Es lo tuyo, tío, y el resto es pasado. Hasta más adelante podrías plantearte sacar una publicación semanal o mensual. Quino sigue teniendo la imprenta, ya sabes, y la ha modernizado. Proyectos, tío, tus proyectos.
Me dijo hace unos meses tomándome del brazo y tironeándome del ala del sombrero, así como si reprendiera afablemente a un hijo.
- Esto merece unas cervezas en el bar de Baldomero, chicos. -digo, tragando la emoción como puedo- Es lo mínimo con lo que puedo agradeceros.
Ellos se toman de la mano risueños.
Siento un rubor imberbe calentando mis mejillas.
- Son y cuarto - manifiesta Ramón, yéndose decididamente hacia la caja de cobro-, quince minutos más y vamos los tres a por esas cervezas; ¡ah! y unas raciones de chopitos y de bravas que va a pagar aquí, la colega Sandrita.
- Llama a Ana para que se apunte a la fiesta -me dice ella, señalando el teléfono fijo sobre la pared de la demediada rebotica.
Asiento reflejado en el brillo de sus ojos castaños.