Kabalcanty
¡Cronch! (2ª parte)
En el trabajo intentó ocultar el tedio. Llegó tarde, cosa bastante inusual en él, porque se tuvo que bajar dos paradas antes. La aglomeración en la hora punta le hacía sudar, producía un aire irrespirable, le agitaba el corazón sintiéndolo como un gong palpitante en su boca. Era invierno, un lunes gélido de enero, sin embargo sentía la camisa empapada y el aliento ajetreado, tratando de no cruzar la mirada con ningún pasajero. Desde el vagón, veía pasar el extenso parque urbano invitándole a que disfrutara del viento fresco y dejase de asfixiarse en el maloliente habitáculo. Al fin, abriéndose paso a codazos que alzó alguna que otra maldición, se apeó junto al lago. El parque, solitario aunque con algunos runners lejanos, estaba blanqueado de escarcha en las zonas de césped. Respiró profundo, aliviado en parte, y se puso a caminar hacia la salida. Llegaría tarde al trabajo. No importaba, lo sustancial era librarse de la zozobra.
Siguió sudando mientras caminaba. Vislumbraba, por encima de las copas de los árboles, los rascacielos del centro. No deseaba llegar al trabajo, necesitaba tranquilizarse, recuperar la respiración, sentirse bien, como el viernes anterior, la semana pasada, el mes previo, los años de antes. ¿Qué ocurría? ¿Tal vez el corazón? ¿Los pulmones? Fumaba, bebía, no comía especialmente equilibrado. ¿Era peligroso tener ya 42 años?
Al llegar, el encargado arrugó el gesto. No le dijo nada, le mostró la cartulina con las directrices del día sacudiéndola de forma elocuente.
— Es que no me encuentro nada bien.
Lo dijo sin querer, como salido de una acuciante porfía que no se fraguaba en su garganta. Eran sonidos ajenos, frases que parecían interponerse a cualquier explicación que hubiera hecho antes.
Mientras se ponía la ropa de trabajo apareció Néstor, el que se encargaba del almacén y la limpieza de los vestuarios. Nada más ver su silueta recortarse en la puerta sintió una desazón enojosa.
— Vienes tarde -dijo Néstor, apoyado en el palo de una escoba inmunda.
Le contestó con un monosílabo. Su nerviosismo se hizo más latente y trató de vestirse aprisa. Al agacharse notó una punzada en el pecho que le partió en dos. Se alzó unos instantes para estabilizar la respiración.
— Los lunes son jodidos. -dijo el otro, comenzando a barrer con parsimonia.
Se detuvo en seco nada más salir del vestuario. "¿Pedir vacaciones?", el interrogante le impelía a tomar el camino de la oficina. Estaba quieto, escuchando de lejos el bullir del trabajo, tomando una decisión inopinada que casi era una orden.
Llamó dos veces a la puerta del jefe de recursos humanos. Necesitaba que le abriera la puerta lo antes posible. ¡Era vital!
— Buenos días y frescos -le dijo sonriente el jefe.
Había dos empleadas con él, una de ellas la que le franqueó la entrada, tal vez las sicólogas becarias que hacían las prácticas todos los años.
Fue hasta la mesa y le dedicó una media sonrisa circunstancial. Tenía un nudo en la garganta y su estómago vacío sonaba con ecos grotescos.
— Verá, es que…. Necesitaría unos días de vacaciones -dijo titubeante- Motivos de salud.
— ¿Algún familiar? –contestó, menos conciliador, el jefe.
Le respondió que era él quien tenía problemas.
El director de recursos humanos hizo un gesto indefinido e intercambió un soslayo con una de sus ayudantes.
— Vamos a ver -comenzó, cruzando los dedos sobre su mesa- has disfrutado hace muy poco de tus días de vacaciones por Navidad. Ya sabes que, precisamente ahora, la empresa tiene que cumplir unos plazos y necesita la plantilla al cien por cien. De todas formas, sería tu jefe de área quien tendría la última palabra. Aún así lo veo complicado.
Terminó diciendo negando con la cabeza.
Se notó ridículo, sin saber cómo seguir insistiendo. Nunca fue un empleado molesto de esos que reclaman por acá y por allá. Aborrecía su trabajo pero también odiaba pedir favores especiales, digamos; y ese era uno de los atributos que le sostenían la nómina en la empresa: su subordinación.
— ¿Cuándo podría saber la contestación definitiva? -preguntó con un hilo de voz.
— Supongo que a media tarde podré decirte algo ¿Ok?
Si se hubiese dejado llevar por lo que bullía en su interior, habría pateado la jeta del jefe y hubiera saltado sobre su cuerpo. Era un impulso, muy controlado siempre, que le ocurría cuando notaba que un superior tenía dominio sobre su vida privada. Lo corriente era que se tragaba su frustración, sin embargo aquella mañana de lunes se propasó; una vehemencia desenfrenada que, al igual que las palabras salidas de su boca, aparentaban no ser de su cosecha. Adrede dio un estruendoso portazo al salir de la oficina de recursos humanos. Aunque, en un principio, su reacción le intimidó, dejándole unos segundos inmóvil, sopesando si volver a abrir la puerta y pedir excusas, finalmente le importó un bledo las caras que pondrían los tres de adentro, ni siquiera si su violenta actitud sería comidilla entre los de la oficina.
Llegó a su puesto de trabajo casi una hora más tarde de lo normal. Saludó a sus compañeros elevando las cejas y se puso a la faena. La concentración en su labor solapaba algo su estado síquico
— Parece que has tenido algún problemilla con el Cosme.
Adrián, su compañero más cercano, se le arrimó a la hora de la comida.
— ¡Bah! cosa de poca importancia.
El compañero se había sentado en su mesa, como todos los días, pero su presencia, aquel día, le resultaba molesta. Tenía tantas ganas de contar lo que no sabía que le pasaba de la misma forma que le avergonzaba referirlo. Tras dos o tres cucharadas retiró el plato. Su estómago casi vacío no admitía comida (pensar en engullir cualquier cosa sólida aumentaba una pesadez que emitía oleadas agrias), sólo deseaba beber, de ninguna manera alcohol, pues en el trabajo jamás lo probaba; pasaba por ser un abstemio inflexible entre la plantilla. Pidió un café y un vaso de agua mientras prendía un cigarrillo.
— Joder, casi no has comido -dijo Adrián todavía en el primer plato- Si estás jodido del estómago tengo unos polvos que hacen maravillas.
Él sacudió la mano quitándole relieve.