Kabalcanty
Ascensor con escalera preferente (6ª parte)
Chen estaba desatado. En pie, frente a mí, gesticulaba histriónicamente, hacía aspavientos circenses, se atropellaba hablando de su proyecto que también era el de su amigo Manel Luján. Decía que con el contenido de la capa opaca del parche y lo absorbido por el tubo flexible no sólo se podía clonar el rostro desechado sino que, en cierta manera, también se podía obtener la voluntad del individuo.
— Casi el 83% de los habitantes de esta ciudad tienen un rostro diferente al que nacieron. -decía señalándose los pómulos- ¡Ese es el fruto de nuestra investigación! ¿Te das cuenta? Dentro de unos pocos años esta ciudad estará habitada en su totalidad por hombres y mujeres que verán reflejadas sus caras en sus semejantes y no les importará. Controlando el ADN, gracias a la inteligencia científica del padre de Manel y al conocimiento y aplicación de las técnicas modernas de este, de aquellos rastros de los semblantes despreciados podemos influir en su comportamiento hasta el extremo de conducirlos hasta esta ciudad. Tú no viniste aquí por voluntad propia, amigo mío, viniste porque mi cara te reclamaba desde tu ineludible origen. El gran descubrimiento consiste en tratar de forma adecuada todo aquello que se destruía antes al implantar la pieza facial y conseguir una población donde principio, cambio y término convivan en armonía para un mundo mejor, más habitable. Primero será esta ciudad, luego otra y otra y otra, luego… ¡el mundo entero! ¿Comprendes ahora?
No sólo no entendía nada, sino que Chen me parecía el bufón sin gracia que intuí desde el primer día de nuestro encuentro en la escalera. Se me antojaba que estaba recitando una doctrina absorbida a ultranza, fuera por su intención de afán de notoriedad o estupidez llana o por los sibilinos intereses de su amigo Manel, que había llegado a dañar su cerebro.
— … En LIM está la mano de un futuro mejor y te hago saber que eres bienvenido.
Dijo, como si hiciera un punto final que debía de agradarme sobremanera.
— Estás como una puta cabra -le contesté, levantándome de la tortuosa silla y yendo hacia la puerta.
Él me cogió con brusquedad del brazo.
— ¡¿Es que no quieres comprender?! Te estamos ofreciendo una vida en concordancia donde tu pasado, tu presente y tu futuro serán unidad perfecta.
De un tirón me zafé de su mano y abrí la puerta de su casa.
— Mi pasado fue un calvario por el rostro de rasgos orientales que heredé de mi padre -añadió desde el umbral de la puerta mirándome con una aflicción que humedecía sus ojos- Todos se reían de mi cara de chino, nadie me concedía ni un minuto de respiro. Ya sabes, al diferente, varapalo inmisericorde. Y ahora, ahora… comprendo mi cambio de rostro, que es el tuyo, sin renegar de mi cara de chino porque el futuro nos reunirá por fin.
Ya no le soporté más: comencé a subir los peldaños al quinto piso.
— No podrás escapar al destino que elegiste.
Llegó a decir antes de escuchar cómo se cerraba la puerta de su piso.
Al día siguiente estaba en la estación de tren. Apenas había dormido y aproveché el insomnio para sacarme desde el móvil por Internet un billete para el primer tren que me alejara de aquella ciudad sucia, fría y destartalada y de la maldita empresa LIM y su valedor Chen. Tuve miedo al coger el ascensor, arreglado como siempre por las mañanas, y toparme con mi chalado vecino del tercero, pero hubo suerte y mi salida fue de lo más silenciosa. Saludé al portero con un gruñido y le dejé un sobre con el dinero del alquiler del piso para que se lo entregara al dueño, según lo acordado una hora antes. Apenas había trabajado poco más de una semana con lo que no me importó perder el dinero de esos días con tal de salir de aquella jaula de grillos. No sé cómo me las iba a arreglar en la nueva ciudad a la que me dirigía, no excesivamente lejana de la que me hallaba todavía, ya que me quedaban poco más de treinta euros tras pagar el billete de tren, pero el dinero me importaba menos que seguir siendo el yo que elegí al cambiar de cara. Esa era mi principal motivación. Aunque los argumentos de Chen fueran inventos de un tarado, su jeta de mi juventud, su amabilidad pegajosa y la falta de una verdadera perspectiva en mi vida, cosa endémica como podía comprobarse, la despedida de aquella ciudad me procuraba un estado entusiasta. Me encontraba joven, dispuesto, hasta emprendedor, viéndome ya en una nueva casa, en una nueva ciudad, en un nuevo trabajo. Volvía a ser un hombre a estrenar. Estaba en la sala de espera de la estación observando cómo volaban por el andén y las vías multitud de hojas secas que, arremolinadas en bandadas color cobre, no cesaban de girar sin hallar acomodo. Si hubiera sido poeta me imagino que hubiera cogido papel y lápiz para lanzarme a escribir un poema sentido, exultante, alabando las delicias del mundo que me rodeaba.
Subí al tren en cuanto por megafonía dieron su entrada. Alcé mi pequeña maleta hasta el portaequipajes con la agilidad de un atleta y, sentándome, me puse a hojear un folleto turístico que cogí en la sala de espera. Fotografías de playas paradisiacas pronto complacieron a mi radiante estado de ánimo. Chicas en bikini de cuerpo escultural, palmeras recias con fondo celeste y olas rizándose contra arenas finas que refulgían soles desplegando sus rayos nítidos sobre cuerpos bronceados que emanaban serenidad….
Un golpeteo en la ventanilla sobresaltó mi encantación. Mi vecino Chen me saludaba risueño desde el borde del andén. Noté el corazón en la boca. Vestido de la manera tan anacrónica como de costumbre, se despedía moviendo su mano. La línea de su bigotillo se estiraba en la mueca de una sonrisa forzada. Me di la vuelta apoyándome sobre el cristal de la ventanilla. Ni siquiera pasó un minuto cuando sentí que la máquina se ponía en marcha. Nadie ocupaba el asiento contiguo por lo que estiré bien las piernas y cerré los ojos. Estaba en paz. Más lejos cada vez.