Kabalcanty
Ascensor con escalera preferente (5ª parte)
Volví por la Avenida del Rey más lentamente de lo habitual. Absorto en mis pensamientos, apenas veía pasar a la gente por mi lado ni escuchaba el sonido del tráfico retumbar sobre el asfalto. Mi descubrimiento me procuraba una alteración interna que nunca imaginé. ¿Pretendía Chen coaccionarme de alguna manera? ¿Consideraba yo que su aspecto era toda una suplantación de mi persona? Era evidente que los parches faciales podían coincidir en rasgos con otros semejantes, sin embargo lo que me parecía inaudito era que fuera el aspecto de mi vecino todo un calco a mi físico de casi treinta años atrás. Consideraba que era muy improbable tanta casualidad: la misma ciudad, la misma casa, la misma empresa, la escalera, el acercamiento de Chen desde el primer día. Le daba vueltas una y otra vez sin hallar una conexión razonable.
Subiendo el primer tramo de escalera, el ascensor como de costumbre estaba averiado, me topé con Chen. Sonriente, con las manos en los bolsillos, me esperaba recostado sobre la barandilla.
— Hoy regresas más tarde. ¿Algún contratiempo? -me dijo con toda indiscreción.
Su visión se me hizo más aborrecible que nunca. Se me antojó prepotente, taimado, ufano en su sinvergonzonería. Me observaba con gesto relajado, como si su espera en la escalera fuera su condición natural.
— ¿A qué coño juegas conmigo, Chen?
Mi voz salió incontrolada, palabras viperinas que salían a borbotones desde mi estado de intranquilidad.
Hacía tantos años que había cambiado de vida, desde el día que decidí colocarme el parche facial, que me violentaba de una manera grosera volver a encontrarme con el que me negué a seguir viviendo. Decidí romper con todo, ser otro con otra cara, negar que hubiera nacido y comenzar desde cero. A mi ex mujer le conté que era huérfano, sin hermanos, que los pocos familiares lejanos que tenía vivían en un lugar de Sudamérica. Cambié de nombre, adopté apellidos, falsifiqué mis datos personales porque no deseaba tener ningún vínculo con un pasado que detestaba, el cual sólo me había dado sinsabores y dolores de cabeza. Me repugnaba ese rostro horroroso que reflejaban los espejos, esa cara que no encajaba con la persona que yo quería ser, esa imagen que me pesaba en el cuerpo y me atormentaba la mente. Me asqueaba la jeta de la que se rieron de mí en el colegio, poniéndome cientos de motes, en el instituto, entre las chicas, esa que a mi madre la parecía hermosa y besuqueaba con cualquier excusa, esa que soportaban los vecinos desde la distancia, la misma que yo odiaba por ser el germen de todos mis males. No deseaba recordarla ni que nadie me la recordara y mucho menos que alguien, sin poder sopesar todavía sus intenciones, se mofara exhibiéndose ante mí con impunidad. Chen me debía una explicación muy convincente para que mi ira se fuera mitigando.
— Entiendo que quieras una aclaración.
Me dijo Chen, sin dejar de lado su pose jocosa.
— Te enseñaré algo, ven.
Subimos en silencio a su piso. Mi estado alterado hacía retumbar mi respiración. Me pesaban las piernas, los brazos. La espalda algo encorvada de mi vecino se me antojaba tan gibosa que parecía rozar con los labios el filo de los escalones. Le escuchaba sorber una y otra vez la mucosidad como un estertor desplomándose por su garganta.
Me señaló la silla incómoda de la vez pasada mientras él cogía uno de los dvd´s y lo introducía en un reproductor maltrecho. La maquinaria hizo un par de sonidos intensos antes de zumbar rasposa. Después de encender un pequeño televisor, Chen se sentó a mi lado.
— No hay sonido, pero las imágenes son del todo elocuentes. Ya verás.
Me dijo cuando apareció en la pantalla un rótulo: "Ensayo engaste tipo 3"
El vídeo empezaba mostrando a una mujer semitumbada en un sillón camilla de estética. Aparecía un supuesto esteticista o sanitario, vestido de blanco impoluto, que iba colocando a la mujer accionando los reguladores de posición de respaldo y altura. A continuación, acercaba lentamente un brazo mecánico terminado en una pantalla al rostro de ella hasta que, literalmente, contactaba con sus facciones por espacio de unos dos minutos. Mientras tanto, el supuesto esteticista arrimaba un diminuto tubo flexible y lo encajaba en una clavija anexa a la pantalla que cubría el rostro de la mujer. Luego, ascendía el entramado de la pantalla y se contemplaba a la mujer cubierto el rostro con una finísima capa semitransparente de aspecto plástico. El sanitario retiraba, con sumo cuidado y ayudado de unas pinzas, la parte opaca del parche facial dejando el trasluciente sobre la nueva cara de la mujer. El opaco lo sumergía en una bandeja con un fluido oscuro. Para terminar ajustaba, masajeando en pequeños círculos, el parche facial al rostro. Finalmente la mujer sonreía mirando a la cámara. El vídeo se fundía en negro mostrando, en letras blancas, el tiempo total de la intervención y un número de registro: 5 minutos 10 segundos. Engaste 3/2958XJK-384.
— ¿Te has fijado en la cánula absorbente y el capisayo mate?
Me preguntó Chen yendo a apagar el televisor.
— El tubo flexible y la capa opaca del parche. -contesté con ironía.
Fue hasta la cocina para regresar con dos botellas de cerveza. Se sentó en el mismo lugar y me ofreció la cerveza. Su semblante reflejaba un entusiasmo que tensaba las bolsas bajo sus ojos. Su mirada, siempre vaga en contraste con el positivismo afectado de su fisonomía, daba la impresión de aguzarse en un delirio incontenible.
— Don Teodoro Luján Pazos, el padre de mi gran amigo de infancia y compañero Manel, el insigne doctor en cirugía que ha revolucionado la ciencia estética desde Luján Industrial Microesthetic, optó por no desechar, como se hacía originalmente, ni las partículas que exhalaba la cánula ni el capisayo mate. ¡Ahí empezó el futuro, querido vecino!
Se había incorporado clavando los ojos en el techo y abriendo los brazos.
— Y esta ciudad -dijo después acercándoseme exultante- será el ombligo del nuevo mundo para los nuevos hombres y mujeres.