Valentín Tomé
Res publica: El coche de San Fernando
"El americano típico consagra más de 1.500 horas por año a su automóvil: sentado dentro de él, en marcha o parado, trabajando para pagarlo, para pagar la gasolina, las llantas, los peajes, el seguro, las infracciones y los impuestos para las carreteras federales y los estacionamientos comunales. Le consagra cuatro horas al día en las que se sirve de él, se ocupa de él o trabaja para él. (…) Sin duda, con estas actividades hace marchar la economía, procura trabajo a sus compañeros, ingresos a los jeques de Arabia y justificación a Nixon para su guerra en Asia. Pero si nos preguntamos de qué manera estas 1.500 horas, que son una estimación mínima, contribuyen a su circulación, la situación se ve diferente. Estas 1.500 horas le sirven para hacer unos 10.000 km de camino, o sea 6 km en una hora."
Cuando leí por vez primera este fragmento del magistral libro Energía y equidad (1974) del filósofo austriaco Iván Illich tuve conciencia de que me encontraba ante un pensador radical, uno capaz de lo más difícil: levantar los velos de ficción que funcionan como decorado de nuestra realidad y que la mayoría creen como realidad última y única, y mostrarnos lo que realmente hay detrás de ellos, de ir a la raíz; de manera similar a como Marx nos mostró todo aquello que se ocultaba tras el normal funcionamiento de las cosas dentro del capitalismo.
A pesar de que haya pasado casi medio siglo de lo enunciado por Illich, todas las cifras por él referenciadas siguen siendo fundamentalmente correctas. Efectivamente, si tenemos en cuenta las horas que tenemos que trabajar para poder comprar un coche, más todo lo relacionado con su mantenimiento (seguro, impuestos, repuestos, talleres, revisiones...) y con su propio uso (carburante, peajes, tarifas de aparcamiento, multas...), más el que pasamos en el interior del propio vehículo en muchas ocasiones inmersos en las aglomeraciones y los embotellamientos propios de las grandes ciudades o incluso en los traslados durante nuestros periodos vacacionales, para una tecnología cuya vida media, según todas las estadísticas, es de diez años, los cálculos del filósofo austriaco (sin tener en cuenta otras consideraciones relativas también al automóvil como es el tiempo de consumo de publicidad o el invertido en decidir qué coche comprar o en qué taller repararlo o qué seguro contratar), las 1500 horas anuales, se pueden afirmar que es incluso una estimación conservadora; en realidad, son algunas más. Al menos bajo los salarios medios de la clase trabajadora y los precios de todas las actividades señaladas, en nuestro país se aproximaría, en la actualidad, como cota mínima, a las 2000 horas anuales.
Según datos de las propias compañías de seguros, la distancia media recorrida por los españoles en su automóvil anualmente es de 12.000 kilómetros. No hay duda entonces, la cifra dada por Illich hace medio siglo sigue estando plenamente vigente. La velocidad de desplazamiento del humano (pos)moderno bajo su principal medio de transporte, su vehículo privado movido por un motor de combustión, es de 6 km/h. La misma velocidad de desplazamiento que la lograda por un humano del paleolítico en su nomadismo en la búsqueda de alimento (caza y recolección) para garantizar su supervivencia. O por la de la mayoría de los humanos (pos)modernos actuales cuando viajan echando mano del coche de San Fernando, unos raticos a pie y otros caminando.
A partir de lo anterior, podríamos concluir precipitadamente que nuestra tecnología actual nos ha proporcionado, al menos en lo relativo a nuestra capacidad para el desplazamiento, unas prestaciones similares a las obtenidas por los primeros seres humanos en su mundo pretecnológico, pero esto solo es así si prestamos atención únicamente a las frías cifras. Tras ellas, hay otros factores determinantes que sitúan a nuestro motor de combustión claramente por debajo de las posibilidades ofrecidas por el prehistórico coche de San Fernando.
Así, por ejemplo, los coches en España, a través de su motor de combustión, son los responsables de la emisión a la atmósfera de alrededor el 12% del total de dióxido de carbono, gas que como sabemos es el principal agente del calentamiento global y por lo tanto de la mayor amenaza que sufre la humanidad en el corto-medio plazo desde el punto de vista ambiental como es el cambio climático. Es cierto que este porcentaje es inferior a lo que muchas veces se tiende a pensar dada la enorme cantidad de información que recibimos desde los altavoces mediáticos responsabilizando casi en exclusiva a los hábitos del consumidor de los males ambientales (la generación eléctrica, la agricultura, la industria o incluso el transporte por avión o por buques de carga emiten más CO2 a atmósfera en el desarrollo de sus actividades), pero no deja de ser cierto que se trata de un porcentaje significativo. Porcentaje que, a pesar del avance tecnológico que ha permitido el desarrollo de motores de combustión menos contaminantes, se ha mantenido constante a lo largo de los últimos años, pues este desarrollo ha venido acompañado de un aumento de la flota automovilística y por lo tanto de un mayor consumo de carburante que compensa esa eficiencia de los últimos motores. Sobra decir, que al coche de San Fernando no se le conoce contribución medible a la actual amenaza climática (más allá de las ventosidades que pueda producir el aparato locomotor humano en su desplazamiento).
Otra de las "externalidades" de nuestros motores de combustión es la generación de otro tipo de gases y partículas contaminantes que dan lugar a un empeoramiento de la calidad del aire que respiramos en nuestras ciudades. Hace décadas que se sabe que las peligrosas emisiones de los vehículos diésel y de gasolina son responsables de decenas de miles de muertes prematuras en toda Europa cada año. Cáncer de pulmón, asma, cardiopatías... son algunas de las consecuencias de la inhalación continuada del dióxido de nitrógeno emitido por los tubos de escape. Como ejemplo paradigmático tenemos la sentencia histórica dictada recientemente en el Reino Unido, en la que se recoge literalmente que la contaminación atmosférica provocada por las emisiones tóxicas de coches, autobuses y camiones fue la responsable de la muerte de una niña de nueve años. Por otra parte, los límites actuales de las emisiones a los fabricantes de coches no resuelven el problema. Revisada por última vez hace más de una década, la normativa es laxa y está plagada de vacíos legales que permiten que los vehículos emitan en carretera por encima de esos límites. Aquí nuevamente el antediluviano coche de San Fernando se muestra superior.
Seguramente muchos y muchas de nosotros conozcamos personas que manifiestan su miedo a volar o a sufrir un ataque terrorista cuando viajan a determinados países, sin embargo la probabilidad de estos acontecimientos es infinitesimal comparada con la de sufrir al menos un accidente de automóvil como conductores a lo largo de nuestra vida: un 14,3% según los datos que manejan las propias compañías de seguros. De hecho, entre los 18 y los 50 años, los accidentes en carretera son la segunda causa externa de fallecimiento, solo por detrás del suicidio. Nuevamente, también en este caso, el arcaico coche de San Fernando gana la partida.
Ya por último, nuestras sociedades (pos)modernas son de naturaleza sedentaria y por lo tanto propensas a la ingesta excesiva de alimentos en relación al esfuerzo físico realizado, lo que provoca graves problemas de salud. Nuestro vehículo de combustión contribuye significativamente a ello al no tener que realizar ningún tipo de ejercicio significativo a la hora de desplazarnos. Por ello, nuestros especialistas en salud humana nos aconsejan que realicemos algún tipo de actividad física de manera periódica, y una gran mayoría señalan los beneficios para nuestro organismo de hacer uso del tradicional coche de San Fernando al menos una hora al día, y evitar, en la medida de lo posible, movernos utilizando el vehículo de combustión.
Por lo tanto, no cabe ahora la menor duda, el automóvil ha supuesto un retroceso notable en relación a los medios de transporte con los que podían contar los primeros humanos (no digamos ya si lo comparamos con los disfrutados con los que vivieron durante el Neolítico, periodo en el que se produjo la domesticación de los primeros ejemplares de equinos). ¿Cómo es esto posible? ¿No estaría de acuerdo cualquier persona dotada de un mínimo de razón o por supuesto un ingeniero o ingeniera que el motor de combustión es un gran invento que supone un salto adelante significativo en relación a todos los medios de transporte conocidos hasta ese momento?
Si usted es lector habitual de esta columna, conocerá probablemente la respuesta al enigma. La clave no está en el invento en sí sino en el contexto económico en el que este tiene lugar, el capitalismo. Como decía el propio Marx en un ya clásico fragmento de su obra: "La máquina de coser es un gran invento, solo bajo condiciones capitalistas de producción se convierte en un instrumento para la explotación". Es decir, bajo el capitalismo el ser humano está al servicio de la tecnología y no al revés, solo así podemos explicar que tras siglos de desarrollo científico-tecnológico que ha automatizado hasta niveles inimaginables pocas décadas antes nuestros procesos de producción, sigamos disponiendo de jornadas laborales semejantes a las de inicios de la revolución industrial. El capitalismo nos hace vivir en un estado permanente de ficticia escasez, como si nuestras necesidades nunca pudiesen estar satisfechas del todo, impidiéndonos así alcanzar el reino de la libertad cuya premisa fundamental es la conquista de tiempo libre, el tiempo disponible más allá de la necesidad.
No se trataría por lo tanto de convertirnos en radicales luditas, sino en poner todo ese desarrollo tecnológico al servicio de la humanidad. Hacer algo de esta naturaleza en el caso del transporte, con el conocimiento que disponemos en la actualidad y para tratar de frenar las amenazas a las que nos enfrentamos, pasaría por desarrollar planes ambiciosos de transporte público, que vertebraran realmente el territorio, fomentar la propiedad compartida de los vehículos, cuyos motores de combustión fuesen sustituidos paulatinamente por los de origen eléctrico (aunque solo fuese porque la energía fósil se agotará más pronto que tarde), siendo conscientes que lo de haber dispuesto de un vehículo propio en exclusiva de estas características para nuestros desplazamientos ha sido un "lujo" temporal en la historia de la humanidad que difícilmente podrá darse en el futuro en un planeta de recursos finitos (por mucho que los apologetas del tecnocapitalismo afirmen lo contrario, generalizar entre la población mundial el coche eléctrico como se ha hecho con el de combustión es absolutamente insostenible, no ya solo por la finitud de los metales raros necesarios para su construcción, sino también por los niveles de autonomía limitada y los tiempos larguísimos de repostaje que este tipo de vehículos necesitan, además de las gigantescas infraestructuras eléctricas que serían necesarias crear en cualquier ciudad para suministrarles energía).
Claro que algo de estas dimensiones, por muy racional que sea, tendría efectos catastróficos en nuestro actual sistema económico. Por eso casi ningún político habla de ello o tiene intención alguna de desarrollar en serio un plan de esas características. Pero al final la realidad no puede permanecer oculta eternamente con todo tipo de artificios escénicos y trampantojos; ésta, tarde o temprano, acaba siempre emergiendo. Y aún estamos a tiempo, aunque cada vez haya menos, de dar la bienvenida a esa realidad de manera tranquila y planificada. Pongámonos en marcha. Tanto como el destino, igual de importante es el viaje. Hay todo un mundo nuevo por conquistar y, sin duda, más humano.
"Llévame esta noche a San Fernando, iremos un ratito a pie y otro caminando".