David Darriba Pérez
El tren
Antonio quiso bajar del tren pero ya fue demasiado tarde. Se había arrepentido de su última decisión. Emprender una nueva vida le asustaba y aunque ya apenas le ataba nada a aquella ciudad, no pudo contener un cierto desasosiego. El tren comenzó a moverse entre chirridos amortiguados y, una vez abandonada la estación, fue adquiriendo una velocidad que obligó a Antonio a mirar a lo lejos para no marearse. Poco a poco la ciudad se perdió entre sus humos y sus miserias, sabiendo perfectamente que ya no existiría el retorno… Apartó la vista de la ventanilla y levantándose se dirigió a la cafetería. Pidió un café con leche y en el primer sorbo tuvo que retirar los labios del vaso: sopló. Dijo al camarero que le cobrase y éste se le quedó mirando, como escrutando cada centímetro de su rostro. Se sintió incomodo, acabó el café y volvió a su asiento.
Bajó la cortinilla; el sol entraba de pleno a aquella hora de la mañana. La calefacción estaba demasiado alta creándole un agobio que le obligó a quitarse el jersey. Tuvo que hacerlo con unos movimientos extraños para no golpear al pasajero de al lado, retorciendo sus brazos como si se tratase de un faquir; le produjo una desagradable sensación como si se descoyuntarse los hombros.
‒Hace calor aquí, ¿eh? ‒le preguntó con una sonrisa su compañero de viaje.
‒Mucho…
‒¿Su nombre?
‒Antonio. ¿Y el suyo?
‒No lo recuerdo… Pero llámeme como quiera, Giacomo por ejemplo. ¡Sí, Giacomo! Siempre me gustaron esos nombres italianos. ¿No le gustan los nombres italianos?
‒Pero, oiga…
‒¡No, por favor! ¡No vaya a pensar ahora que le estoy tomando el pelo! ‒le interrumpió‒. No me gustaría que pensara eso de mí. Simplemente no lo recuerdo. Es sólo un nombre... Giacomo, llámeme Giacomo…
En aquel momento pasaron por un túnel. Un sonido discontinuo y ensordecedor se elevó en los oídos de Antonio. Le gustaba ese ruido.
‒Parece que el día se está poniendo oscuro ‒dijo el hombre mirando por un resquicio de la ventanilla.
Antonio subió la cortina.
‒Sí ‒afirmó Antonio‒. Dígame, Giacomo, ¿a dónde se dirige usted?
‒No lo sé.
‒Pero…
‒No, no lo sé; se lo aseguro. Eso da lo mismo. El caso es ir a algún sitio. Yo estoy feliz de estar aquí ahora, en este tren charlando con usted. Eso es lo importante.
Antonio no podría asegurar si se burlaba de él o aquella persona no estaba en su sano juicio. En cualquiera de los casos, de lo que no cabía duda, es que era extremadamente raro.
‒Es curioso cómo cambia el tiempo en un tren ‒dijo aquel personaje‒. En unos minutos hemos pasado de tener un sol espléndido a ser engullidos por la más absoluta negrura. Estamos a la plena disposición de los caprichos de los minutos, horas… ¡Años!
Antonio entró en un sopor como hacía tiempo no sentía y quedó dormido. El traqueteo era parecido a cuando se mece la cuna de un bebé. Al despertar el hombre no estaba allí. Antonio fue al baño y después a la cafetería. El mismo camarero de antes le observó nuevamente de arriba abajo y tuvo que girarse igual que una avestruz camufla su cabeza en la tierra. Miró su reloj: las ocho y treinta y siete de la mañana. ¿Cómo era posible? Era la misma hora a la que había salido el tren y pensó que se le había parado el reloj. Le dio cuerda y escuchó una breve risotada del camarero. Antonio lo miró fijamente a la cara y salió rápidamente de allí. Al regresar a su asiento vio de nuevo a ese hombre. Ninguna luz pasaba por la ventanilla. Completamente de noche…
‒¿Tiene hora, Giacomo?
‒Por supuesto… Las ocho y treinta y siete.
‒¿A qué se refería antes cuando dijo que estamos a disposición del tiempo? ¿Qué quería decir con eso?
‒ A nada. Era hablar por hablar. El viaje es largo, muy largo y hay que hablar para estar entretenido.
‒Hablemos entonces… Antes le pregunté a dónde se dirigía y me respondió que no lo sabía. Ya no me interesa saber a dónde va usted y le voy a hacer casi la misma pregunta. ¿A dónde nos dirigimos? ¿A dónde se dirige este tren?
El hombre, por primera vez, borró la sonrisa de su rostro y mantuvo el silencio por un instante.
‒A ningún lugar, amigo ‒respondió‒. No nos dirigimos a ningún lugar...