Marisa Lozano Fuego
Hablar de guerra
Hablar de guerra es hablar de estruendo, tanques metralletas y hambre. Hablar de guerra es sentir el tronar de los cañones en las sienes, oler a pólvora y a miedo, palpar el tacto del metal, saber a soledad y rabia. Hablar de guerra es injusticia, terror, inocentes caídos en la batalla, civiles arrasados y búnkeres llenos. Hablar de guerra es de lo último que desearíamos hablar en estos tiempos tan difíciles, cuando estamos pasando una pandemia mundial y aún no estamos recuperados. No hay ninguna guerra justa ni inocua, ninguna donde gane alguien. Siempre se pierde, se pierden recursos, esperanzas, vidas, alimentos, años. Se pierden inocencias y familias. Siempre, siempre se pierde.
Aquellos que promueven la guerra lo hacen desde la comodidad de sus despachos, dando órdenes en la distancia y protegidos por la invulnerabilidad del poder. Interesa vender armas, conquistar territorios, todo en pro de la ambición y el deseo de mostrar una supremacía inútil, un pulso de los más fuertes a los más débiles, una injusticia perpetrada en brazos del belicismo y la violencia.
Aquellos que sufren la guerra tienen mil caras y edades distintas, son ancianos, mujeres, hombres, niños, niñas, infantes, trabajan de jornaleros y amas de casa, de profesores y sanitarios, son soldados accidentales y víctimas terribles de un estallido o una bomba.
La guerra se cobra civiles como si fueran muñecos de trapo, es fácil caer ante una granada, o un tanque. Colegios arrasados, hospitales hundidos, una pléyade de fachadas antes resistentes, ahora rotas por el fuego y devastadas por el horror.
Aquellos que informan sobre la guerra también corren peligro, se juegan la vida para poder transmitirnos lo que sucede en otros países, están en el ojo del huracán transmitiendo la verdad de la lucha. Lo letal de la batalla. Cámara o micrófono en mano, oyen silbar los proyectiles y ven ríos de fuego ardiente devastando ciudades, edificios, seres.
Hay vocaciones de lucha, está claro. Personas que dedican su vida a servir en el frente para ayudar a su país. Personas que arriesgan su vida y se alistan para proteger una nación, vidas ajenas. Personas que son enviadas a luchar por encima de su propia integridad física. Estas personas poseen familia, amigos, pero cuando visten el uniforme son ejército, ya no poseen más identidad que la del grupo y la consigna. Es entonces cuando prima la supervivencia por encima de todo y no pueden elegir, o disparan primero o fallecen. Difícil dilema ético. Una guerra nunca espera reflexiones filosóficas. Es rápida, letal, impía. Se cobra alientos de soldados y civiles, sin preguntar edad ni procedencia.
Se buscan siempre excusas diferentes para justificar una guerra. Aquellos que la perpetran hablan de conquista, represalias, justicia…todo aquello que no puede de ninguna manera explicarse sino en pro de la ambición y la rabia, el odio y la imposibilidad de llegar a un acuerdo diplomático. Nunca se piensa en las vidas arrasadas ni en la sangre de los inocentes. Solamente se procede a luchar, a echar a unos bandos contra otros, a ver cuál es el mayor estallido, a fabricar y enviar armamento, sofisticado y mortal, a hacer volar edificios y coches, multitudes.
La desobediencia es castigada con ataques. Las personas que no obedecen el toque de queda o no se protegen en un búnker pueden ser víctimas colaterales de la barbarie.
Pero hay gente que pierde el miedo y protesta contra esa tiranía, la tiranía de la guerra, la tiranía de la violencia. Acude a manifestaciones y da la cara por la paz, condena el poder autocrático y el régimen de unos pocos, personas que sufren en la distancia y empatizan con un país que está siendo arrasado por la crueldad y el odio.
Las personas que buscan y persiguen la paz ya no lo hacen en silencio, gritan y suplican un hálito de vida, un stop a este despropósito. En medio de este circo de los horrores, nace vida, como el caso de un bebé que nació en una estación de metro. Esto nos muestra la paradoja de la guerra. Vida y muerte se dan la mano, no sabemos dónde empieza una y termina la otra.
Somos muchas personas las que deseamos que esto cese, las que queremos que el horror se detenga y dejen de morir inocentes, esperando que ya no haya más bajas, así las llaman.
Pedimos altas para gozar del silencio, de la quietud y no sentir misiles, pedimos que los países se respeten unos a otros, que ninguna tiranía pueda someterlos. Pedimos que se valore la libertad de expresión y el derecho a existir e informar, y sobre todo a respirar.
Pedimos amor en vez de odio, reflexión en lugar de acción, pedimos que se valoren a las personas y a los pueblos en vez de a unos poco poderosos.
Pedimos que se detenga el misil, la metralla, el tanque, pedimos paz a borbotones, y que corra en vez de la sangre por los rostros y por las manos.
Pedimos manos abiertas para estrecharse y no para apretar gatillos o portar armamento.
Pedimos, piden, pediremos, una mano a la que aferrarnos como una esperanza no escrita donde el ruido de la metralla no pueda alcanzarnos el ser.