Beatriz Suárez-Vence Castro
Piensa bien, aunque te equivoques
La madre de una amiga, con su bondad de corazón y la sabiduría que dan los años, se ha empeñado en enseñarle a sus hijos una versión propia e inversa del refrán Piensa mal y acertarás. Suelo darle la razón al refranero, pero en esta ocasión, tengo que darle la razón a María Eugenia.
Llevo, digámoslo así, diez años de disgustos gordos. Por supuesto, salteados de cosas bonitas porque la vida no es nunca del todo mala. Pero reconozco que ha habido momentos en que he pensado, contrariamente a mi carácter, en tirar la toalla, corriendo el riesgo de convertirme en una persona amargada para los restos. Pero soy afortunada porque han sido solo eso, momentos.
La vida me va dando ganas de vivirla cada día, por muchos motivos que crea que tengo para pensar que me supera. A veces, me supera para bien. No tiene este sentimiento que ver con la felicidad absoluta porque ésta no existe y, además, como dice el periodista Andrés Aberasturi, sería algo así como una irresponsabilidad o un acto de egoísmo sentirnos absolutamente felices, teniendo en cuenta esa parte fea que sucede a diario, que causa desgracias al mundo y que, no por ser ajenas a nuestra realidad, deberían dejar de importarnos.
Con los cincuenta a la vuelta de la esquina y un momento complicado, aunque no grave, de salud, había ido pasando, sin darme cuenta del blanco al negro, perdiendo de vista los colores intermedios.
Soy una paciente desastrosa. Siempre se ha dicho que los hombres, cuando tienen un dolor o una complicación de salud, se ponen insoportables y que no aguantan la mitad que las mujeres. Pues si esto es así, soy motivo de vergüenza para mi género. Llevo más de un año abocada a una inactividad de cuerpo forzosa que me tiene de un humor de perros. De perros malhumorados porque mi perra Nora, recientemente fallecida, siempre fue un ángel comparado conmigo, y más ahora, que mi paciencia está siendo puesta a prueba.
Me he convertido en un ser de humor cambiante, que derivará en una señora cascarrabias y si no lo remedio, en una anciana insoportable. Pero les prometo que estoy tomando medidas. El cartel de Peligro de Amargarse se me presentó el viernes pasado con una señal triangular de borde rojo fuego y letras luminosas y parpadeantes, aunque como suele suceder en las mañanas de cielo gris plomizo, tardé un poquito en verla.
Había encargado gasóleo para la caldera. Como necesito ayuda en casa para las labores gruesas, había solicitado que no lo trajesen hasta las diez y media, la hora a la que suele aparecer la persona que me ayuda. Así me dijeron que sería, pero ni el señor de la oficina ni yo, contamos entonces con que el repartidor era joven e impulsivo. A las nueve de la mañana ya tenía tres llamadas perdidas en mi móvil de un número que no conocía y que tenía toda la pinta de corresponder a la empresa del gas. La razón no funciona si no has descansado bien, pero la intuición, créanme, se mantiene intacta.
A las nueve y media devolví la llamada.
— ¿Sí?
— ¿Es el repartidor de gasóleo, ¿verdad?
— Sí
— ¿Me ha llamado? (pregunta retórica donde las haya)
— Si. (silencio largo)
— (Otro silencio largo) ¿Y?
— ¿Está en casa? Es que me dijeron que tenía que entregarlo a las diez y media pero como estoy por la zona, se lo dejaba ya. —
Suspiré, puse los ojos en blanco de resabiada hasta el moño y pensé: "Típico. Te dicen a una hora, tú la entregas a la que te parece y si cuela, cuela". Miré por la ventana. El anticiclón había decidido largarse cuando más falta hacía. Típico también.
Calculé, grosso modo, lo que me llevaría facilitarle la entrada, atenderle, y en ese momento bendije la tecnología que me permite abrir el portalón y el garaje con un mando.
— Sí, contesté, con el mismo tono de alguien a quien descubren robando: Estoy en casa. Puede venir ya.
— ¿Y dónde es la casa exactamente? —
Nuevo suspiro. Indicaciones. Se enredan. Indicaciones nuevas. Se vuelven a enredar.
— Vale, creo que ya sé.
— Bien, pues calculo cinco minutos y abro el portalón. —
Devolví la mirada a mi perro, que había estado escuchando atentamente las indicaciones que había dado, como si él las tuviera que seguir también, absolutamente pendiente de mis movimientos y pensando si convendría que ladrase ya o, a juzgar por mi cara, le convenía esperarse un poco.
Nos fuimos los dos a la cocina. Cogí el mando del portalón y lo pulsé. No abrió. Lo volví a pulsar. Ningún cambio. Fui al cuadro de mandos con Chapito, mi perro, pegado a los talones. El diferencial estaba bajado. Lo subí con la mano libre de férula, la izquierda, porque como cabe esperar en estas situaciones, soy diestra.
Volvimos hacia la puerta como un tándem inseparable y nos posicionamos mirando hacia fuera. Pulsé el mando y se abrió el portal. "Bendita tecnología, con lo que llueve, por qué habré renegado de ella".
Nos quedamos un rato de pie. El portalón estaba abierto de par en par y los ojos de Chapito también. Ni rastro del repartidor. Cogí una silla y me senté, porque ya les digo que mi esqueleto pide papas desde hace un tiempo y para qué probarnos más de lo que la vida nos exige. Chapito se sentó a mis pies. Y allí nos quedamos los dos, mirando la puerta blanca.
Habían pasado diez minutos desde la poco inspiradora conversación que habíamos tenido el hombre y yo, y me parecía tiempo suficiente para que hubiese podido doblar la curva, pero es cierto que a esas horas el tráfico es importante. Esperé. Miré el teléfono y pensé. "Si no encuentra la entrada, me llamará". Esperé cinco minutos más. La suposición anterior resultó errónea en parte: sí se había perdido, pero no llamaba. ¿Cómo podía estar tan segura? Pues por lo que les dije más arriba: porque estoy resabiada.
Decidí llamarle yo, no por amabilidad sino por puro egoísmo, porque ahora todas las sillas me resultan incómodas y el frío de la mañana entraba por debajo de la puerta.
Mi perro seguía en el mismo sitio, imperturbable, con los ojillos fijos en el portalón. Había decidido economizar ladridos porque la situación se alargaba y estaba recién levantado. Prefirió apoyarme en silencio.
Llamé.
— ¿A qué altura está?
— En la puerta de su casa —
Lo dijo con tal seguridad que si no fuese porque vivo allí y estaba mirando el portalón sin pestañear, me lo habría creído. Miré a Chapito que me devolvió una mirada interrogante y volví a suspirar.
— En la mía no puede ser porque la tengo abierta y no se ve el camión.
— Pues estoy delante de una puerta blanca
— Seguramente. Pero no es la mía
— Pero es blanca y está pasando la curva. ¿A mano izquierda era, ¿no?
— A mano izquierda viniendo desde Pontevedra, a mano derecha en sentido contrario.
— Ahhhh. Vale, Ya la veo. Sí está abierta. —
Cuando por fin entró, a mí ya me caía mal. Porque voy por la calle de la amargura sin freno, doblando la curva hacia mis cincuenta años, como si en lugar del estreno de una nueva década la cincuentena fuese una señal de limitación de velocidad que quisiese saltar.
Entró el conductor con el camión, camino de mi garaje. Salí, fijándome en la lluvia machacona que caía. Chapito ladró al oír el ruido, pero cuando vio que había una remotísima posibilidad de que él y el vehículo se encontrasen en algún punto, volvió a entrar. Típico. ¡Cómo echo de menos a mi perra!
Seguí con la vista la maniobra del camión: como giraba para dejarlo en posición de salida, como invadían las ruedas el césped recién arreglado, cómo seguía ganándose su conductor mi antipatía.
Abrí la puerta del garaje y bajé refunfuñando porque la escalera de caracol, tan bonita, supone ahora una prueba para mi estabilidad y porque la mascarilla FPP2 se me sube hasta los ojos y tengo que mirar los peldaños para no caerme: "Pero, ¿por qué rayo no habrá esperado este hombre a la hora de entrega?"
Cuando llegué al final de las escaleras, fuera quien fuese que me iba a encontrar, me caía aun peor. El camión se abrió y asomó una cabeza rubia de unos veinte años.
— ¿Me dejas una perdida al móvil cuando termines y bajo, o te pago ya?
— No. La aviso. Hasta que no sepa si me entra todo el gasoil no le puedo cobrar. —
Esta última frase hizo que se cayera la venda de mis dramas cotidianos y me fijase en la persona que tenía delante. Bonito pelo, pensé, una cara agradable, aunque sigo sin entender qué le encuentran de estético a las perforaciones.
Subí la escalera pensando que, aunque hubiésemos empezado mal, tenía un tipo honrado trabajando en mi garaje. Además, ahora el pasamanos me quedaba a mano izquierda, así que todo eran alegrías, una detrás de otra. Ejemplo explicativo de mi humor cambiante.
Chapito seguía escondido, a salvo del monstruo ruidoso que él piensa que habita la parte baja de la casa.
Descansé un rato del esfuerzo — subir y bajar escaleras — y cuando el chico hizo la llamada que había prometido, yo ya iba de camino al garaje otra vez porque Chapito había tenido el detalle de advertirme desde su escondite de que el monstruo había gruñido.
Como volvía a ser un individuo sociable, dejé que me explicaran algo sobre calderas y me di cuenta que, además de honesto y un poco torpe para orientarse, el muchacho sabía hacer su trabajo. Pero aún seguía pesándome un poco haber tenido que atenderle sin esperar ayuda por haberse adelantado en la entrega.
Pagué, subí y volví a abrir el portalón mientras él se alejaba en el camión y Chapito asomaba tímidamente la cabeza fuera del cuarto donde duerme conmigo y que ha escogido como madriguera.
Entonces me fijé en el periódico que había fuera, en el camino de entrada a la finca.
Tengo la costumbre de leer, además de los diarios digitales, el periódico local en papel, que llega a mi casa a la antigua usanza, esto es lanzado por encima de la puerta.
Aterriza cada día en un sitio diferente, aunque el lanzador suele cubrir la misma área y esta vez se había quedado en el medio del camino de cemento, por donde tenía que pasar el muchacho con el camión. "Mira, no lo he cogido, va a pasarle por encima y se lo va a cargar". Típico.
No hice más que detener mi pensamiento cenizo cuando el camión se detuvo también. Vi entonces como el chico salía única y exclusivamente para retirar el periódico del camino y venir corriendo a traérmelo. "Toma", me dijo, sonriendo de oreja a oreja. "Estaba ahí delante y así ya no tienes que salir a buscarlo y mojarte"
Y allí me quedé unos minutos más en la puerta, viendo como salía el camión, muy agradecida y muy avergonzada por todo lo que había estado pensando sumergida en mi pequeño drama, respirando con tubo pequeño que no había dejado entrar todo el oxígeno que mi cerebro necesita por la mañana.
Me acordé entonces de M. Eugenia, la madre de mi amiga Marienca y sus razones de peso para llevarle la contraria al refranero. Estoy contigo, María Eugenia: Pensaré bien, aunque me equivoque. Tiempo habrá de aprender si cometo un error, y mejor que la vida siga, a mis casi cincuenta, dándome lecciones, deshaciendo mis prejuicios y sorprendiéndome para bien.