David Darriba Pérez
La campiña
Muéstrame tu mirada, Amelia. Muéstrame tu mirada aunque sea por última vez. Alza tu rostro y muéstrame tus grises. Lloras… Es un bonito contraste porque tus ojos brillan. Pero no soporto el verte llorar, especialmente, cuando sé que yo soy la causa. Refugia otra vez tu cara entre la húmeda blusa que yo te explicaré:
Era una mañana con frío y llovía, llovía como hace mucho tiempo que no se contemplaba. Me adentré en la campiña y, aunque los distintos verdes no destacaban por la manta de agua, continuaba siendo igual de bella. Ya sabes de mi afición a pasear por sus ondulados valles y admirar sus plantaciones, que ondulan igualmente los días de viento; en ocasiones me gusta imaginar que es el mar. La campiña puede ofrecer multitud de olores y es como un juego intentar identificarlos. Estos ofrecen diferentes matices dependiendo de si hace calor o frío, la tierra está húmeda o ha caído un gran aguacero. Los colores y sus tonalidades también varían según la estación del año: nada que ver los verdes primaverales con los amarillos del otoño. Ninguno es más bonito que el otro, simplemente distinto. Algún tractor o cosechadora pueden llegar a perturbar su tranquilidad, pero no dejan de formar parte del paisaje.
¿Ves cuánto me gusta la campiña que en ella llegan a diluirse mis pensamientos? Afirmaba, Amelia, que era una mañana con frío y llovía cuando me adentré en ella. La lluvia venía de frente y era tan fuerte que de nada hubiese servido un paraguas. Por eso me puse aquel chubasquero y las botas de goma. Cuando me acerqué al río fui paseando por su ribera. Tuve la necesidad de cruzar al otro lado pero el puente estaba aún lejos. Así que me metí en sus aguas (sabes que lo he hecho en más de una ocasión), aunque aquella mañana venían crecidas y bravas. Me resbalé aunque pronto estuve al otro lado, empapado por completo. Me quité las botas y volcándolas desalojé el agua de su interior. Cuando volví a calzarme seguí caminando ahora por la espesura del bosque. He de confesarte el miedo a perderme entre sus árboles. Estuve casi a punto de ello, pero retrocedí en el momento oportuno hasta que volví a encontrar el río.
¿Te acuerdas, Amelia, de las veces que nos bañamos juntos en este río? No fueron muchas; te daba miedo aunque viniese tranquilo. Elegíamos esa pequeña poza libre de corrientes que está bastante más adelante, y escuchábamos de fondo el rumor de la pequeña cascada. Era fantástico… Nuestros besos y abrazos eran breves para así luego chapotear y, sin embargo, nos perseguíamos con la pretensión de volver a ellos. Todo era color, Amelia. Cogía las flores de estos campos que tú recibías con una de esas sonrisas tan bonitas que tienes. Todo era color menos en aquella mañana gris.
Al encontrar el río me dispuse a cruzarlo. La lluvia venía ahora con grandes rachas de viento que rugía en mis oídos. Con gran cuidado introduje uno de los pies, luego el otro y así fui caminando torpemente hasta la mitad donde me detuve. El graznido de un cuervo (bien sabes mi devoción por estos animales) y continué. Me sentía inseguro. Patiné en una piedra y caí a sus aguas que me arrastraron a lugares más profundos. Procuré por todos los medios salir de ahí pero no pude evitarlo. Apenas sentí nada: una agonía inicial; y pronto me sumergí en un profundo sueño. Mientras, revivía los instantes en los que paseábamos juntos por la campiña y robábamos alguna que otra mazorca de maíz que comíamos a escondidas; las avispas que nos perseguían hasta que conseguíamos quitárnoslas de encima; el sol que hace brillar el campo con una tímida luna acompañándolo y que, ya en la noche, destaparía por completo; tu sonrisa; tus lágrimas...