Valentín Tomé
Res publica: La complejidad y la moralidad
En las últimas décadas el campo de la Ciencia se ha visto dominado por un nuevo paradigma, el de las Ciencias de la Complejidad. Básicamente se trata de romper con el carácter reduccionista y determinista de la ciencia newtoniana para aproximarse a la realidad desde una manera más holista, relacionando diferentes campos del saber aparentemente independientes. Así, un sistema podemos decir que es complejo cuando está compuesto de partes interrelacionadas que como un conjunto exhiben propiedades y comportamientos no evidentes a partir de la suma de las partes individuales (el todo es mayor que la suma de las partes como pensaba Aristóteles). Estas propiedades nuevas e inesperadas reciben el nombre de propiedades emergentes. Sin entrar en excesivos detalles, podríamos poner como ejemplos de emergencia el surgimiento de la vida a partir de lo inanimado o de la mente a partir del sistema nervioso.
Es evidente que miremos a donde miremos nos encontraremos en multitud de ocasiones con sistemas complejos, pero si hay un sistema que ha aumentado fuertemente su grado de complejidad en los últimos decenios ese es el de las sociedades humanas y sus nuevas tecnologías asociadas, de tal manera que hay incluso algunos autores que hablan de un mundo hipercomplejo. En los últimos años hemos sido testigos de la emergencia de un nuevo orden mundial multipolar; la eclosión de problemas ambientales y los movimientos ecológicos; el incremento de la pobreza y el desempleo; la crisis económica a escala mundial; la escalada de los conflictos geoestratégicos; o la radical transformación de las relaciones en los roles de género, en el trabajo y en la familia. Al mismo tiempo, las nuevas tecnologías han facilitado la creación de una "aldea global" a escala planetaria con multitud de consecuencias socioculturales asociadas a la comunicación, inmediata y mundial, de todo tipo de información. No ha habido otro tiempo en la historia donde el ser humano haya estado más conectado globalmente con su propia especie que en la actualidad.
Ante tanta complejidad desplegada, agente inevitable de multitud de propiedades emergentes de las que en gran parte de las ocasiones no somo siquiera conscientes, nuestros códigos morales básicos se han quedado totalmente obsoletos, ya que fundamentalmente nuestra mente ha evolucionado a partir de la iteración con un pequeño grupo de personas en un entorno geográfico muy reducido y con una tecnología rudimentaria donde todo resultaba bastante predecible. Así, que el principal impulso para orientarse ante tal muestrario de complejidad que es el mundo actual es echar mano del pensamiento gregario. Es decir, nuestras decisiones individuales quedan sometidas en favor de una supuesta toma de decisiones colectiva, a menudo influenciada por otros factores. El individuo se siente más seguro adoptando las mismas respuestas que la mayoría de sus congéneres.
El filósofo polaco de origen judío Günther Anders fue uno de los primeros en darse cuenta de esta "obsolescencia" de lo moral, aludiendo a un nuevo concepto que él denominó "el desnivel prometeico". El lanzamiento de la bomba atómica sobre Hiroshima durante la II Guerra Mundial impresionó tan profundamente a Anders que fue la fuente de inspiración para este concepto, el cual hace referencia a los efectos desmesurados que se pueden producir, gracias a la técnica, con acciones insignificantes. Si al apretar un botón, podemos matar a 200.000 personas, existe una desproporción tan grande entre la acción y sus efectos que la imaginación inevitablemente se desorienta. Y cuando la voluntad está separada de sus efectos por una complejidad tan enorme, la voz de la moral se desconcierta por entero.
Hoy no basta con la determinación de "no violar los mandamientos", de hecho, esto puede llegar a convertirse incluso en una receta envenenada. Así, por ejemplo, en las minas de coltán, ese mineral que resulta fundamental para el desarrollo de la telefonía móvil o de las nuevas tecnologías, trabajan miles de niños esclavos y cada kilo del mismo le cuesta la vida a dos personas en la República Democrática del Congo, el cual posee el 80% de las reservas mundiales de este nuevo "oro negro". En este país, más de 120 grupos armados se lucran de la extracción ilegal de coltán para comprar armas con las que cometen masacres masivas sobre poblaciones civiles, violan indiscriminadamente a mujeres y niñas y secuestran a niños para convertirlos en máquinas de matar. Por lo que podemos afirmar sin temor a equivocarnos que su smartphone de última generación, que su tablet o que su ordenador portátil están manchados de sangre. Lo mismo ocurre con multitud de prendas de ropa que forman parte de nuestro vestuario cotidiano. En la industria textil miles de niñas indonesias o bangladesís trabajan en talleres clandestinos cosiendo ropa para las grandes marcas occidentales por menos de un dólar en día en jornadas de 12 horas los siete días de la semana en condiciones de inseguridad e insalubridad (recordemos, por ejemplo, el colapso del edificio conocido como Rana Plaza en Daca, Bangladesh, donde murieron sepultados más de 1100 trabajadores de talleres que fabricaban ropa para Inditex, H&M o El Corte Inglés). O de la misma forma, a golpe de teclado frente a una pantalla de ordenador, miles de inversores financieros, que no han plantado una semilla en su vida, especulan con el precio de los alimentos básicos provocando hambrunas en diferentes zonas del planeta. Y todo esto ocurre en Occidente sin que nadie viole ningún mandamiento.
Estos fenómenos emergentes requieren de una nueva moral, pero ¿en qué consistiría ésta? Lo primero de todo pasaría por reconocer que, aunque a veces, dada la enorme complejidad del mundo actual, no tengamos claro que está bien y que está mal, hay una cosa que con total seguridad es mala: el hecho mismo de que exista un mundo así. Por lo tanto, aquel viejo lema de los movimientos antiglobalización "otro mundo es posible" se convierte en un imperativo ético insoslayable. Un mundo en el que llamar por el móvil tiene algo que ver con ciertas guerras genocidas en el Congo, o en el que comprarse una camiseta en Zara esté relacionado con una niña de 14 años cosiendo en régimen de semiesclavitud en un taller de Oriente, o en el que comerse una tableta de chocolate Nestlé nos traslade a Costa de Marfil donde 300.000 niños son esclavizados en plantaciones de cacao, es un mundo intolerable. Pero es el mundo lo que es intolerable, no nosotros. Ahora bien, lo que sí es también intolerable es que aceptemos de brazos cruzados esa clase de mundo.