Valentín Tomé
Res publica: Covid 2.0
En esta columna hemos escrito ya en diferentes ocasiones artículos referentes a la nueva pandemia, incluso hemos realizado pronósticos sobre su evolución que se han cumplido en su amplia mayoría, abordándola desde diferentes puntos de vista. Se trataría ahora aquí de analizarla como un todo, es decir, ¿qué realidad ha emanado a la superficie tras la irrupción del coronavirus?, ¿qué nos dice esta epidemia sobre nuestro sistema organizativo: económico, social, político…? Es evidente que para hacer un análisis de esta envergadura debemos partir la realidad cronológicamente en dos. Lo ocurrido a nivel mundial antes y después del descubrimiento de la vacuna.
Si nos centramos en el periodo anterior a la vacuna, pasado el tiempo suficiente, podemos afirmar que la pandemia rompió todos los trampantojos sobre los que se asentaba nuestro sistema. Levantado temporalmente el velo que cubre en época de "normalidad" las estructuras que nos gobiernan, pudimos asistir a un mundo en el que comenzaron a aflorar realidades que siempre habían estado ahí pero en la que en raras ocasiones reparábamos, como las que se ocultan tras estos hechos:
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Los protocolos de cuarentena impulsados por China provocaron que la economía del país asiático se viese paralizada y, con ello, que las emisiones de gases de efecto invernadero disminuyeran notablemente.
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En lo más duro de la pandemia, el gel desinfectante pasó de un precio de 3 euros a 22,5 por internet, una subida del 650%. Y las mascarillas subieron de 10 céntimos a 1,8 euros, 1.700% más. Por otra parte, firmas de moda como Louis Vuitton y Fendi decidieron crear sus propias máscaras de lujo con su logo y terciopelo, y entre las celebrities se había vuelto popular compartir fotos en las redes usando esas mascarillas de firma.
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Los seguros privados de salud no cubrieron el coronavirus ni las enfermedades producidas por éste por tratarse de una epidemia que podía convertirse en pandemia. Las epidemias como el Covid-19 están suprimidas expresamente en el apartado de exclusiones generales de una gran mayoría de las aseguradoras.
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En Estados Unidos, muchos ciudadanos con seguro médico privado debían pagar más de tres mil dólares por hacerse las pruebas para descartar estar infectado por el coronavirus.
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Las tres investigadoras italianas de la Universidad de Milán y del Hospital Sacco que lograron aislar la cepa del coronavirus, fundamental para el desarrollo de la vacuna, recibían un salario inferior a los 1.200 euros al mes.
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Varias comunidades autónomas firmaron protocolos de actuación para que los pacientes de las residencias de mayores fueran trasladados a los hospitales solo si no presentaban deterioro cognitivo o no tenían alguna discapacidad física. Únicamente los que disponían de seguro médico privado estaban autorizados a abandonar esas residencias para poder recibir atención médica especializada. También en Atención Primaria se establecieron criterios para limitar el traslado de mayores de 80 años. Esto supuso que miles de personas mayores, se desconoce la cifra exacta, fallecieran por coronavirus sin siquiera recibir ningún tipo de asistencia médica.
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La economía se impuso a la salud pública. Mientras los muertos se contaban a diario por cientos, la mayor parte de los trabajadores se vieron obligados a acudir a sus centros de trabajo, compartiendo espacio común en naves industriales, oficinas o aulas. Incluso utilizaron para ello medios de transporte público en los que se hacinaban como el Metro.
Nada de lo referenciado se corresponde con una realidad que no estuviese presente antes de la llegada de la COVID-19: fábricas contaminantes que contribuyen al calentamiento global; pseudo-ley de la oferta y la demanda en la estimación de los precios que no atiende a las necesidades sociales sino al simple interés egoísta, junto con la frivolidad deshumanizada del mercado del lujo; aseguradoras que cubren las cosas que no suceden, no las que suceden de forma masiva; la inexistencia en EEUU de un sistema de salud público, gratuito y universal; la precariedad laboral en la que jóvenes investigadores realizan su trabajo, más alarmante si cabe si la comparamos con lo que gana un futbolista, un broker de Bolsa o un youtuber, y que nos da una idea de la escala de valores de nuestro mercado laboral; la existencia de un sistema nacional de salud en nuestro país donde las personas mayores en el final de sus vidas no tienen derecho alguno a recibir una atención digna, ya no digamos pública o gratuita, y son confinados o abandonados a su suerte en residencias donde la precariedad frente al interés privado económico es la nota dominante; o una clase trabajadora que está obligada a "sacrificarse" en favor de los millonarios beneficios de unos pocos.
Pero finalmente la Ciencia volvió a triunfar, y varios laboratorios a nivel mundial encontraron diferentes vacunas para lograr frenar el avance de la pandemia. Y de momento ha sido todo un éxito. Así lo afirman las estadísticas, la pandemia ha remitido considerablemente en su velocidad de contagio y también ha descendido el número de fallecidos. Entramos entonces en una nueva etapa, la que podríamos definir como Covid 2.0. Y, ¿por qué definirla de esta manera si lo más racional en un mundo globalizado donde hay capacidades técnicas más que sobradas para poder vacunar a toda la población mundial lo lógico es esperar que esta enfermedad desaparezca tras el descubrimiento de la vacuna?
Mientras se escriben estas líneas, solo hay tres vacunados por cada cien personas en los países pobres. Recordemos que cada persona sin vacunar es un cuerpo que funciona como laboratorio para que el virus pueda multiplicarse, y en cada generación dar lugar "por error de copia" a nuevas mutaciones para las que las vacunas desarrolladas hasta ahora no resulten efectivas. Curiosamente la variante ómicron, una nueva versión del coronavirus con más de 30 mutaciones muy inquietantes, fue detectada por primera vez en Botsuana y Sudáfrica, países en cuyo continente, donde la cifra total de vacunados no llega al 7%, existen Estados donde prácticamente nadie ha visto una aguja; como Burundi (0,0025%), República Democrática del Congo (0,06%) o Chad (0,42%). Es altamente probable que, dado que en estos últimos países no existe siquiera algo digno de llamarse sistema nacional de salud, lo detectado en el sur de África tenga su origen en las corrientes migratorias llegadas desde el África Negra, donde el virus se multiplica sin apenas restricciones (no olvidemos tampoco que en estos países el coronavirus es la menor de sus preocupaciones; en ellos muchas enfermedades prácticamente erradicadas en Occidente como la malaria, la tuberculosis o la meningitis, junto con el SIDA o el ébola, o las asociadas al hambre, causan verdaderas catástrofes humanitarias).
Es decir, mientras en Occidente no se sabe qué hacer con las vacunas sobrantes, llegando a debatirse a quién colocar una tercera dosis o si debe vacunarse o no a los niños, en muchos países del Sur global el desabastecimiento es la tónica dominante, ya que estos no forman parte de la lista de clientes prioritarios, por razones obvias, para las grandes farmacéuticas. Cada día que pasa se ponen seis veces más dosis de recuerdo (la tercera inyección en los países ricos) que primeras dosis en los países de bajos ingresos.
Ya antes asistimos atónitos a como una de las variantes más peligrosas de la Covid, la delta, tenía su origen en la India, país que paradójicamente es el máximo productor mundial de vacunas pues los grandes laboratorios tienen allí deslocalizada, por sus bajos costes laborales, la mayor parte de su producción. Así, a pocos kilómetros de aquellas fábricas la gente fallecía víctima de una enfermedad cuyo antídoto se fabricaba en grandes cantidades en el interior de las mismas. Claro que el destino prioritario de toda aquella producción eran los países ricos.
Hoy en día, como ha reconocido el médico Tom Frieden, exdirector de los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades de EE UU, dos empresas retienen al mundo como rehén, Moderna y Pfizer. Ambos laboratorios, a pesar de haber recibido ingentes cantidades de dinero público para sus investigaciones (solo Moderna ha recibido más de nueve mil millones de dólares en ayudas del Gobierno de EEUU), se niegan a hacer transferencia de información y publicar las fórmulas de sus vacunas, consideradas las más eficaces contra la Covid. Dentro de la lógica empresarial, estas compañías se encuentran ante una millonaria oportunidad de negocio. Si no se ataja a nivel mundial la pandemia, entramos en un ciclo ad infinitum de nueva mutación-nueva vacuna que cronificaría la enfermedad (como ya ocurre actualmente con la gripe) proporcionándoles extraordinarios beneficios. Desde el punto de vista del capitalismo, la erradicación de una pandemia es siempre un mal negocio, lo más lucrativo es su cronificación.
Hace poco más de una semana, la UE y EE UU anunciaron el cierre de sus fronteras a los vuelos procedentes del sur del continente africano. Es previsible que esta sea tan solo una medida más de un escenario que se adivina en el horizonte: una vez finalizada la vacunación en el Norte global, se impondrán restricciones a los viajes, y entonces África entera se convertirá en el continente de la Covid. África como un gran campo de concentración de enfermos, a los que mantener aislados, sin contacto alguno con los ciudadanos del Norte privilegiado. Mientras, los que logren escapar del mismo, serán víctimas en sus nuevos países de acogida de otra pandemia, la de la xenofobia. Ya no solo les acompañará la eterna pobreza, causa primera del racismo, sino incluso la sospecha de ser transmisores de la enfermedad, y por lo tanto de la muerte. Es decir, lo ocurrido con Sudáfrica no es más que la muestra de algo que lleva ocurriendo desde hace décadas: un mundo globalizado en el que el dinero atraviesa libremente fronteras mientras las personas son declaradas ilegales. Y sin organismos internacionales capaces de ejercer algo parecido a una gobernanza global ante un capitalismo que, al igual que la pandemia, opera sin frenos por encima de los obsoletos Estados-nación. Lo único que ha hecho el coronavirus es mostrárnoslo en toda su crudeza.