Kabalcanty
De cuando me vistieron de militar (6ª parte)
Ceuta es una ciudad, actualmente autonómica, de una superficie de 18,5 Km2, pero su centro urbano se concentra en torno al puerto. Sus pequeñas dimensiones me parecieron extraordinarias cuando logré salir a pasear sus calles tras una semana de cuartel a ultranza. La calle Real y aledaños, donde también reside la casta castrense noble, es su centro neurálgico lleno de pequeños comercios que ofrecen más de lo mismo: tecnología barata de usar y tirar, aunque también hay escasas tiendas, no para todos, donde puedes adquirir algo más sofisticado. Es difícil encontrar algo que no tenga que ver con lo más vendido en móviles, ordenadores, aparatos de música o relojes inteligentes. En aquellos años los escaparates se llenaban de tecnología de la época como en la actualidad serán lo que pita en esta. Pero, en definitiva, hallar una farmacia, por ejemplo, es complicado, por no decir comprarte un pantalón o una falda, a excepción de las tiendas habilitadas para los militares y sus familiares.
Sobre esta cuestión debo decir en honor a la verdad que la categoría ciudadana en Ceuta, por lo menos en aquellos años 78, se medía por los galones o estrellas. Tanto los soldados como la ciudadanía árabe y demás estábamos considerados como personas de segunda y eso se podía apreciar en el acceso al comercio, a los locales de ocio y de restauración, colegios, hoteles. Los militares de graduación tenían hasta sus propias playas, las mejores por cierto, y sus comercios, discotecas, pubs y restaurantes, también los más elegantes, tenían la entrada restringida para nosotros, ciudadanos de segunda marginales. La policía militar, agresiva y con muchos poderes, custodiaba celosamente calles, tiendas o garitos velando para que esa diferenciación ciudadana fuera efectiva y duradera.
Pero, como decía antes, todo esa desigualdad pasaría desapercibida el primer día que pisé las calles de Ceuta. Tras los días de agobio en el cuartel, salir a la calle y conducir tus pies hacia el lugar que te diera la gana me pareció liberador. Eran sólo tres horas por la tarde, sin embargo sentía recuperar parte de mi voluntad y de mi propio cuerpo. Me importaba poco, en aquel día, tener que ir encorsetado con el atuendo militar, basto y caluroso, con tal de recorrer las aceras y detenerme en la bisutería tecnológica de los escaparates. En aquellos momentos ni siquiera se me ocurrió entrar en algún bar o tienda, simplemente observaba y caminaba por la calle del Paseo Marítimo disfrutando de la brisa mediterránea otoñal.
Tal vez fuera al día siguiente, al otro o una semana después, cuando ocurrió el accidente luctuoso que dio al traste con la vida del soldado de mi reemplazo Luis Miguel Cuevas Maroto. Sería el único de esa envergadura que conocería en mi año militar pero supuso mi primera inclinación, en ese periodo, a plasmar un sentimiento en papel.
Como casi todos los días, el adiestramiento artillero llenaba las horas de las mañanas en el RAMIX 30. Yo, ya destinado en el Almacén, me libraba de aquel trajín inútil y sofocante, pero me llegó la noticia como al resto de casi todos los acuartelamientos ceutís. De camino al campo de entrenamiento se soltó unos de los cañones decrépitos que se enganchaban a los camiones. El camión posterior chocó violentamente contra la pieza provocando la caída de dos soldados que iban subidos en la caja junto a otros. El soldado Cuevas Maroto, un leonés de veinte años, cayó sobre el otro cañón y fue arrollado bajo sus ruedas. El otro soldado tuvo la suerte de salir despedido hacia un lado y romperse sólo un brazo.
En el ejército esas circunstancias suelen tender a encubrirse para evitar responsabilidades, y así ocurrió con la que segó la vida al soldado Cuevas Maroto. Con precipitación, en menos de veinticuatro horas, se hizo una misa solemne, con la asistencia de alguien notable en la jerarquía eclesiástica de la ciudad cuyo nombre no recuerdo y la mayor parte de la plana mayor militar local, y se redactó un comunicado oficial aludiendo a que el accidente se produjo por la negligencia e impericia de los soldados afectados. A Cuevas Maroto lo devolvieron en una caja de pino a la península con todos los pésames a sus familiares y muchos honores patrios cumplidos, y al otro soldado le mandaron a su pueblo natal con un mes de permiso por convalecencia supervisado por el hospital militar más cercano.
Los soldados de mi reemplazo comentábamos indignados el lamentable accidente, siempre en voz baja, temerosos, huidizos de cualquier sospechoso que pudiera dar el chivatazo y ponernos contra las cuerdas a mano de los militares.
Este desgraciado accidente me sirvió también, por vez primera en lo que llevaba de servicio militar, para escribir un poema que formaría parte de "El legado poético de Elías Sender", mi primer libro de poesía que destruiría, años después, en un arrebato de desesperación al final de mis "años de plomo", tiempo del que puede que escriba alguna vez.
En aquel otoño del año 78, la muerte de mi compañero Cuevas Maroto me sirvió para emprender el camino de poeta con convicción, alejado de mis escarceos con inquietudes políticas anteriores. El habitáculo del Almacén de vestuarios haría las veces de barco para navegar con poemas y una novela sobre la "azarosa vida de Elías Sender" que también destruiría. En las tardes, cuando se iba Casto, el impresor de Oviedo, me recogía en el cuarto de la imprenta, decimonónica a lo ancho y a lo largo, para llenar páginas de un grueso cuaderno cuadriculado de anillas, quemando "Ducados" al tiempo que ingería vasos de cola con coñac.
A la par que mi vocación literaria se afianzaba, mi gusto por el alcohol se desarrollaba con vértigo. En aquellas tardes solitarias en las que también descubrí a Joan Manuel Serrat, en unas cintas cassette que compraba en una recóndita tienducha que regentaba un hindú de nombre Madhur, y que escuchaba en el primer radio cassette estéreo, voluminoso y hortera, que compre en Ceuta, la escritura y el alcohol me abrían una herida incurable hasta el día de hoy.