Manuel Pérez Lourido
Terrores y dentistas
Solo hay algo que tema más que tener que ir al dentista, y es tener que volver. Y siempre hay que volver.
Hace unos días me vi en la necesidad de aceptar tal cruel destino. Se me había caído un empaste y al principio me hice el loco. O sea, el cuerdo: nada de ir al dentista, a tirar para adelante con el agujero, no hay nada que un palillo no pueda solucionar. Lo que pasa es que terminas harto de usar el palillo como escoba de un agujero que no para de acumular residuos. Y al final, cuando no tienes nada a mano, acabas usando la punta de un clip, el extremo afilado de una lápiz… hasta que terminas en el sillón del dentista, dispuesto a aceptar que hagan con tu boca lo que le venga en gana. Porque de eso se trata: tú está allí, tirado como una colilla, con la boca abierta, una luz apuntando hacia ella y un par de personas asomadas al abismo. Ahora los médicos por lo general te explican el proceso. Recuerdo hace muchos años, los de la mudez clínica, en los que se limitaban a manosearte de modo circunspecto. Una vez, durante una extracción, me levanté para marcharme tras la anestesia, de tanto que me dolió. Ahí el facultativo abrió la boca para informarme que no había terminado con la mía, que la cosa no había hecho sino empezar. Volví a mi sitio con vergüenza pero sobre todo con un miedo atroz.
Y lo peor de todo es su sonido. Te duele la boca entera en cuanto se pone en marcha y elzumbido atroz se aproxima a tu dentadura.
Luego está el truco de levantar la mano. Siempre te dicen que si "te molesta mucho", levantes la mano. Vamos a ver. No molesta, ni mucho ni poco: duele. Duele mucho. Duele a saco, como si no hubiese un mañana y como si, de haberlo, fuese un mañana de dolor y sufrimiento. Duele tanto que te parece una risa que por levantar una mano fuese a dejar de hacerlo. Como si el tipo (o la tipa) fuese a hacer algo más que una simple pausa tras ver la mano levantada. Como si no fuese a seguir hurgando en la herida. Es decir, que levantando la mano no conseguirás otra cosa que prolongar la agonía. Por eso nunca la levanto. Hemos venido a este mundo a sufrir (entre otras cosas) y cuando toca sufrir levantar la mano puede llevar a pensar que te has presentado como voluntario. Y en el caso del dentista sería cierto. Rayos.
Y luego, ya consumado el via crucis, cuando abonas la factura con la inmensa alegría de quien está poseído por una sensación de alivio y cualquier cifra le parece insignificante con tal de poner pies en polvorosa, notas esa sensación. La refinada estocada final. El sello del torturador. La rúbrica del verdugo. Esa sensación gomosa en la boca anestesiada. Esa certeza de que nada de lo que comas (si puedes llegar a hacerlo) durante unas horas, te va a saber a nada.