Kabalcanty
La mujer de su vida (y parte 5ª)
Tony se empeñó en que fueran a cenar los tres. Su tono de voz era contundente, mostrando su mirada honda, desbordada de confianza. Y así fue durante el tiempo que estuvieron en la cafetería. Tony manejaba la conversación, contaba anécdotas de su vida frívola, de sus negocios en los barrios bajos, de sus amigos de billar y cartas, de sus aventuras licenciosas con mujeres de una noche.
Ella se embelesaba escuchándole aunque fingiera enfado con sus aventuras amorosas. Le escudriñaba por encima de su copa asintiendo, apuntando algún detalle de viejos conocidos, convicta de que ese hombre le llenaba su vida.
A él le dedicaba algunas palabras vacías: bromas en torno a Tony o consideraciones acerca de lo bien que se manejaba con los negocios. Ni por un instante sintió el cariño que esperaba de ella, todo lo contrario, parecía que las horas pasadas juntos no contaran entre sus recuerdos predilectos, ni siquiera como chascarrillo; agua pasada disuelta en un mar desconocido.
Él ya se encontraba mal antes de que aceptara ir a cenar. Le parecía que sobraba, que era la otra mitad de la comparsa de Tony, sin embargo, la euforia de los vodka-colas le hizo aceptar seguir juntos los tres.
— Te recomiendo la lubina a la espalda con patatas -le dijo Tony, ojeando la carta- o la carne a la piedra. ¡Un lujazo, chaval!
Estaban en un restaurante situado en los soportales de la Plaza Mayor. A él le pareció de los caros, de los que los camareros están tan pendientes de ti que te llegan a incomodar. El mesón donde cenó con ella se le antojó grotesco; "Le tuve que parecer un completo imbécil", se dijo, recrudeciendo su sensación de absurdo.
Los vodka-colas de antes junto con el vino de la cena comenzaron a mezclarse en su cabeza. La conversación seguía por los mismos derroteros pero él se notaba cada vez más decidido, dispuesto a cambiar el rumbo de la noche. Comenzó de decirse que ella estaba simplemente amedrentada por la presencia de Tony y que precisaba su intervención para derrotarle en su propio terreno. Despojada de sus patas de gallo y del exceso de maquillaje en sus pómulos, él la veía entregada a su mirada enamorada y deseosa de que la noche fuera de ellos dos.
Tony contaba sobre unos días pasados en Italia, en Milán, con unos amigos metidos en un negocio de coches de importación de dudosa procedencia.
— … teníamos todo atado y bien atado, los descargaban en un hangar en las afueras de la capital y nosotros sólo tendríamos que cambiar de camión y de conductor. Teníamos los papeles para pasar la aduana con el cargamento a…..
— ¿Sabéis que fue en Milán donde publiqué mi primera novela? -dijo de pronto él, echando el cuerpo ligeramente hacia adelante- Conocía al señor Ruggiero por un editor amigo común en una fiesta en la Costa Brava.
Tony, en un principio, le miró confuso, desconcertado, pero según se alargaba la perorata comenzó a tener síntomas de irritación. Dejó sin terminar la lubina y llamó al camarero para pedirle un agua con gas.
Ella le observaba risueña, como sin entender del todo lo que estaba oyendo.
— Pero, chato, nunca me dijiste que eras escritor -dijo, poniéndole la mano sobre los dedos- ¿Te das cuenta, Tony, que estamos cenando con una celebrity cultureta? ¡Esto es la hostia!
Él no paraba su monólogo, envalentonado por el tinto Bosque de Matasnos, dedicándole a ella toda su atención y obviando la presencia de Tony que cada vez estaba más hosco escudriñándole con una atragantada cordialidad.
Cuando salieron, a propuesta de Tony, él cogió por los hombros a la mujer atreviéndose a depositar un beso fugaz en la mejilla.
— ¿A ti que te pasa, menda? -se encaró Tony separándole de ella- ¿Se te ha subido la priva a la cabeza?
Se escucharon las risotadas achispadas de ella.
— Sabes que te amo. Este chulo no te merece.
Dijo él, volviéndose hacia la mujer, confundido e implorante.
Ella no paraba de reír. Se refugió tras Tony para proferir: "Se está ganando un guantazo el escribiente. ¿A qué sí, cariño?"
Y no tardó en aparecer la mano abierta del hombre cruzando la cara del otro. Se tambaleó unos instantes hasta que un rodillazo en la frente le catapultó sobre la acera junto a las ruedas de un coche aparcado.
Quedó tendido, hecho un ovillo, retorciéndose de dolor y de amargura. Escuchaba alejarse los pasos de ellos, la risa incontenible de ella, su perfume barato disolviéndose en el aire. Le vino la vomitona como un derroche de amor ofendido. Trozos de carne se mezclaban con la negritud del alcohol agriado en un revoltijo que le embadurnaba la camisa blanca y la chaqueta azul marino. El olor de la colonia cara era ahora un tufo fermentado que le escocía en la nariz y en lo hondo de la garganta. Pensó en ella, a pesar de todo, y vio su imagen desdibujada invitándole a sentarse en su mesa una semana atrás. Sintió su presencia queriendo besarla en un intento desesperado que llenó sus labios con su bilis. Sólo la mujer de su vida podía redimirle de su soledad y no tenía duda ninguna que era esa mujer que ahora se dirigiría al Terciopelo azul con un hombre que no quería llamado Tony. Ella, con sus labios marchitos, su maquillaje infame, su simpleza, su estéril vocabulario, sólo ella podía encarnar a la mujer de su vida. Ninguna otra le dio oportunidad porque no había otra como ella.
Ni su dolor de cabeza, ni su estómago revuelto, ni su mejilla en ebullición, ni la frialdad de la acera en la madrugada del sábado, pudieron impedir que se durmiera y soñara, hasta que unos barrenderos le despertaron horas después, con aquella mujer, la mujer de su vida.