Kabalcanty
La mujer de su vida (parte 4ª)
Casi a punto de llegar hasta ellos, estalló el paroxismo en el local. Desde el equipo de música sonaba "Blue velvet" en su versión más popular con la voz de Bobby Vinton. Una mujer de mediana edad, que ahora ocupaba el puesto en el karaoke, se abrazaba al micrófono bailando con los ojos cerrados con delectación. Todos coreaban frenéticos, elevando sus copas, alzando los brazos y balanceándolos, o bailando muy juntos, la letra de la canción en un inglés sui géneris.
"…. She wore blue velvet
Bluer than velvet were her eyes
Warmer than May, her tender sighs
Love was ours…."
La mujer y el hombre alto, ajenos a él, bailaban junto a la barra muy pegados, rozándose la nariz mientras cantaban.
Dejó de escuchar la música, el alboroto, su propio corazón acelerado, sólo atento a la pareja. Ella parecía haberse olvidado de él. Bailaba, sonreía, jugueteaba, como si las horas anteriores fueran pasado remoto o ni siquiera eso, olvido. Sintió la frialdad del desengaño empapándole el cerebro y escurriéndosele por todo el cuerpo. ¿El amor?, se dijo sin querer, ¿puede ser tan frágil y desconsiderado? Pensó en llamar la atención de ella, reclamarle, acaso exigirle….. Pero ¿pedirle qué?, ¿reclamarle qué? Ella nunca mencionó la palabra amor, tampoco cariño, ni siquiera afecto. Sólo lo supuso él porque la noche era mágica y todo el envoltorio debía ser así de extraordinario. Se fue enamorando sin tener que mencionar la palabra como pensó que le ocurría a ella. Fue sintiéndose absurdo, fuera de lugar, ridículo observando cómo su amada caía en unos instantes en las manos de otro hombre sin que sintiera el más mínimo remordimiento. Los enamorados decían que por amor se sufría y comprobaba que era cierto, sin embargo ¿era necesaria la crueldad? ¡Esa crueldad de ella que le ignoraba! Porque él veía una insensibilidad desorbitada en el comportamiento de ella, un desprecio. Veía cómo el hombre le acomodaba el cabello teñido y cómo ella se dejaba hacer gozosa. Quiso llorar, sintió las lagrimas escurrir garganta abajo, y fue cuando, atropelladamente, salió del bar. Le pareció escuchar la voz de ella a sus espaldas, implorante, enloquecida, pero al cerrarse la puerta del local sólo halló el viento frío de la madrugada y la mirada de un par de gatos encaramados en los contenedores de basura de enfrente. Era una derrota despiadada, una bofetada que dolía mucho más allá del rostro, era un fin sin apenas comienzo.
Pasó una semana que calificó como la peor de su vida. Dormía poco y mal siendo los días páramos inacabables sin nada que distrajera esa noche del viernes y parte de la madrugada del sábado. El rostro, azotado por la vida y torpemente maquillado de ella, se convertía para él en una especie de visión divina que aparecía entre vapores áureos y una melodía dulzona para terminar fundido en un abrazo pasional que le arrastraba a un placer acabado en tortura y desencanto cuando comprobaba que todo era producto de su imaginación. No sólo eran sueños los que se aprovisionaban de tal entelequia, sino las horas de vigilia se llenaban de ansias y besos incorpóreos.
Su padre notó la desazón y le preguntó varias veces por la dolencia. Él callaba, decía que estaba acatarrado, algo febril, y que ya se le pasaría. Se decía que su padre poco o nada le podía ayudar en su desdicha, pero además sentía vergüenza por confesarle ese primer contacto con una mujer y su fracaso. No es que pensara que se burlaría de él, ni que podía recriminarle su falta de experiencia, no, simplemente que estaba convencido que su progenitor estaba muy alejado de las artes amatorias, obsoleto, desentrenado (la madre murió hace tantos años y nunca conoció relación alguna después), y sus palabras alentadoras serían equívocas e inservibles.
Se dijo una y mil veces que el viernes próximo no iría a la cafetería donde ella solía quedar con el Tony, que no deseaba volver a verla, que quería olvidarla y seguir buscando a la mujer verdadera que le hiciera feliz. En esto insistía un día y otro, pero cuando llegó el viernes se vistió emocionado, se roció de colonia de la cara y tomó el metro antes de lo habitual para no llegar tarde a la cafetería céntrica. Él la perdonaba y seguro que ella le esperaba deseosa como una semana atrás.
Estaba en la barra, tomando un vodka cola en la medida que le gustaba a ella, cuando les vio aparecer por la puerta de la cafetería. Iba con el hombre alto y engominado del Terciopelo azul. No le vieron, pasaron desenvueltos para irse a sentarse en una mesa muy próxima a la que ella estuvo el viernes pasado. No parecían muy contentos, no se hablaron hasta que el camarero les consultó por la consumición. Ella miraba al frente, a la barra, sin reparar en él y el hombre manejaba su teléfono móvil ausente. Le dijeron lo que deseaban al camarero e intercambiaron alguna palabra para volver a su mutismo.
Apuró su bebida y tragó también el nerviosismo. Tenía que acercarse a esa mesa y lo iba a hacer. Se estiró la chaqueta en las mangas, se secó las manos sudorosas con un pañuelo de papel y fue hacia ellos.
Ella le vio venir y se envolvió con una sonrisa que le dio alas para acelerar el paso.
— Mira Tony, te presento al chico del que te hablé el otro día. Un encanto.
Tony le miró sopesándole: una sonrisita cínica y una mano potente que se templó en un apretón demasiado duradero.
— Te agradezco que entretuvieras a esta. Le di plantón, aunque no fue por gusto. Encantado, chaval.
Se sintió, ahora frente a frente, algo intimidado por el tipo. Parecía seguro de sí y muy firme.
Ella le dedicaba sus ojos cansados y sus dientes moteados de carmín.
— Pero acompáñanos -dijo Tony, mostrándole una silla- Camarero, por favor.