Valentín Tomé
Res publica: La desconfianza
Aunque a veces muchos científicos no sean conscientes de ello o no lo confiesen, la confianza es el valor fundamental por el que han decidido dedicar su vida a la Ciencia. ¿En qué depositan su confianza? Obviamente en el comportamiento de la Naturaleza ante el fenómeno que están estudiando; de ella esperan que siga unas leyes o regularidades inmutables que le permitan desentrañar los secretos básicos del objeto de su estudio. A su vez guardan también confianza en su propio intelecto para a partir de su ejercicio llegar a desentrañar las claves principales del fenómeno en cuestión. Es decir, se confía en que la Naturaleza actúe no de manera caprichosa sino siguiendo el principio de razón suficiente que permita al ser humano alcanzar su comprensión.
Por supuesto esto no sólo es propio del pensamiento científico, cualquier ser humano en sus quehaceres diarios se apoya en esa relación de confianza con la Naturaleza. Su forma de estar en el mundo se basa en una serie de intuiciones, algunas adquiridas, otras, la mayoría, innatas, que le permiten predecir los sucesos que pueden ocurrir ante determinadas circunstancias antes de que estos se materialicen. Así, esperamos que si soltamos un objeto este caiga al suelo, si bebemos agua, nos calmará la sed o que si nos golpeamos con un objeto pesado, nos hagamos mucho daño. En nuestra vida diaria, aunque muchas veces no seamos demasiado conscientes de ello, damos multitud de cosas por supuestas, lo que nos permite de alguna manera vivir y establecer una relación de confianza con nuestro entorno natural que nos trasmite seguridad. Charles Dickens dijo aquello de que "el hombre es un animal de costumbres", lo cual es una gran verdad, pero la primera que es adicta a la costumbre es la propia Naturaleza.
Pero el ser humano, como animal social que es, enseguida intentó proyectar esa confianza en las leyes de la Naturaleza a su propia forma de organizarse en comunidad. Desde el Neolítico, las primeras sociedades odiaban el tiempo y la historia, lo cual formaba parte del reino de lo impredecible, y se construyeron en torno al rito y la costumbre. No querían cambios, sino permanencia. Inspirándose en las regularidades naturales que observaban a su alrededor, deseaban que el hombre construyese otras para sí mismo y así poder confiar los unos en los otros. Surge por supuesto aquí la religión como un factor fundamental para "ligar" a los seres humanos, para unirlos en torno a una idea de comunidad que comparta unos valores comunes, unos ritos y costumbres, e intente dar respuestas a todo aquello que desconoce. En definitiva, se trataba de que los hombres confiaran los unos en los otros pues de ellos se esperaba que compartiesen una forma de ver el mundo, un código moral que les aportara seguridad en sus interacciones humanas.
Cuando llega la Modernidad marcada por el pensamiento ilustrado no por ello desaparece la confianza como factor fundamental para la cohesión social. Si antes ese papel era desempeñado por los ritos y las costumbres, ahora en su lugar se levantan las instituciones. Sí, el hombre subsiste y sigue protegiéndose de la Historia como lo hacían sus antepasados del Neolítico, edificando instituciones que le protejan. Así se fueron creando cosas como el Estado de Derecho, la división de poderes, los órganos consultivos… Las primeras revoluciones democráticas trataron de forjar una sociedad anclada en la razón y no en el mito. Pero el objetivo seguía siendo el mismo, protegerse de la contingencia, es decir del tiempo y de la historia.
La primera característica fundamental de estas instituciones era su carácter neutro, allí nadie debía hablar en su nombre o en el de algunos, sino en nombre de cualquiera, es decir, debía ser la razón únicamente la que tomase la palabra y no los intereses particulares de cada cual. ¿Cómo confiar en ellas si fuesen construidas de otra manera? Para que esta razón se expresara en libertad era necesario crear un sistema de contrapesos como la división de poderes así como toda una red jurídica.
¿Podemos afirmar entonces que ese proyecto ilustrado consiguió llevarse a buen término? ¿Confía el ciudadano de hoy en las instituciones del Estado? Desde hace más de una década, y más precisamente desde el comienzo de la crisis económica del 2008, se vienen registrando en España según multitud de estudios demoscópicos niveles bajos de confianza social en las instituciones y de satisfacción con el funcionamiento de la democracia. En la actualidad, según el último Eurobarómetro, más del 75 % de los españoles desconfía de los partidos políticos, el Parlamento, el Gobierno y la Justicia.
Parece evidente entonces que ese sueño ilustrado no ha llegado aún a materializarse. Podríamos enumerar multitud de hechos (la mala imagen de las élites políticas y económicas, inmersas en múltiples y variados casos de corrupción, la falta de ética pública…) para explicar esta tendencia decreciente de confianza ciudadana en nuestras instituciones públicas, pero no estaríamos nada más que enumerando una serie de causas secundarias que son consecuencia directa de una causa mayor. ¿Por qué en el momento actual, cuando al menos nominalmente ha triunfado el Estado de Derecho y según el programa ilustrado deberíamos vivir en una república cosmopolita presidida por la Razón y la Libertad (por el "lugar vacío" de la Ley), lo que existe es una sociedad fragmentada y desconfiada, un mundo unificado por el mercado pero que social y políticamente está cada vez más balcanizado? La respuesta en mi humilde opinión es evidente: porque Ilustración y capitalismo son totalmente incompatibles.
El desarrollo que prometía la Ilustración quedó cegado con la proletarización. Engañosamente pareció que ciudadano y proletario eran dos caras de lo mismo: un ser humano libre. Pero se trata de dos libertades muy diferentes, el proletario sólo es libre de trabajar en unas condiciones que no se deciden política, sino económicamente. La razón prometía la ciudadanía, pero, mientras, el capitalismo implantaba la proletarización.
Desde la crisis económica del 2008 hasta la pandemia actual (aunque en realidad siempre había sido así), todos hemos podido asistir de manera incuestionable a la supremacía de lo económico sobre lo político. En el Parlamento se puede hablar o debatir sobre cualquier cosa salvo las que atañen a los llamados Mercados; cuando estos se manifiestan a través de sus profetas (FMI, OMC, BCE…) no queda otra alternativa que la de obedecer. La razón queda entonces arrinconada y el mito (encarnado en el interés de unos pocos) toma la palabra.
En las representaciones clásicas del Infierno, el castigo tiene un carácter inagotable, circular. Es un ciclo de reproducción del que no se puede salir: la misma posición que en la antigüedad tenían los esclavos -dedicados completamente a la reproducción de alimentos- y las mujeres -dedicadas sólo a la reproducción de las personas-. Pues es la misma rueda la del capitalismo: una destrucción continua para poder seguir produciendo, circular e inacabadamente. Es nuestro deber moral impedirlo.