Kabalcanty
El pasajero del sueño (12ª parte)
Las luces verdosas del bar abrían y cerraban un camino estelar atravesando el pequeño parque. Alfonsito, todavía receloso por la mención de la araña, caminaba en silencio junto a mí apretando el paso para cruzar esa amenaza tácita, que parecía gravitar en el jardín público, lo más deprisa posible. Examinaba a hurtadillas nuestro entorno tras sus gafas de miope. Y es que lo cierto que cuando mencioné el asunto del arácnido lo hice motivado por la visión tenebrosa que antecedía al bar. Un pálpito me auguró alguna sorpresa desagradable inminente.
Tras el ahogado grito de Alfonsito, me puso su brazo para detener mi marcha. Allí estaba el monstruo, la araña con su nutrido abdomen pero ahora del tamaño de un dogo alemán.
— En Letonia, en el Destacamento de Seguridad Euroatlántica de Jelgava, vi este mismo bicho varias veces. ¡El mismo que vimos en Parla aquel día! ¡Es horripilante, tío!-dijo el militar, paralizado de miedo.
— Pero….este veinte veces más grande, Alfonsito -logré mascullar, inmovilizado ante la aparición.
El bicho nos acometía de frente moviendo sus quelíceros con tanta codicia que babeaba un líquido viscoso y pardusco haciendo charco ante sus ocho patas adiposas. No avanzaba hacia nosotros, parecía calcular la distancia como si se preparara para saltar o sacar una lengua inesperada y tragarnos por entero. Unos extraños grititos o jadeos me hicieron fijarme en que esta vez las arañas que se adosaban a su cuerpo tenían cabeza humana. Se debatían en una lucha infructuosa por desembarazarse del abdomen de la araña pero lo máximo que lograban era quedar colgados en un hilo gelatinoso que, irrefutablemente, los volvía a llevar al núcleo bullicioso.
— ¡¡Mira, tiene la cabecita de Raúl, el topógrafo de Parla!! -exclamó aterrado Alfonsito aferrándome el antebrazo.
Y no sólo era esa la única cabeza conocida, sino que reconocí a varios de mis amigos de juventud luchando por desprenderse del cuerpo de la enorme araña.
“¡Auxilio, sacadme de aquí, por favor!”, distinguí la cabecita calva de mi amigo de la niñez Benito que movía angustiado sus patitas al tiempo que se rebozaba en la mezcla pegajosa. Todos estaban vivos y, sin embargo, condenados a una existencia vinculada al cuerpo de la araña. Esta vez no escapaban como en otras ocasiones, estaban atrapados.
Paralizados, aterrados, nos empequeñecíamos ante la alborotada sombra del arácnido. Poder pensar era un lujo que se escondía recóndito bajo la amígdala cerebral y sólo éramos capaces de segregar litros de sudor y una sequedad en la boca que nos atenazaba la lengua. Varias veces intentamos tirar el uno del otro con el resultado de encontrarnos con unos músculos pétreos que comenzaban a doler por entumecimiento.
Un fuerte olor a chamusquina nos advirtió antes que la humareda. Tras la mustia farola, a orilla de un seto en el que se entrelazaban una mezcolanza de desperdicios, un brasero atufaba el aire con sus tonos gríseos. Encima del cisco, todavía sin arder, había un tubo de hojalata a modo de chimenea que era la fuente de la humareda.
La araña comenzó a moverse inquieta oscilando torpe a un lado y a otro revolviendo el enjambre de lo que portaba. Los pequeños chillidos de los adheridos se hicieron más intensos y desesperados fluyendo las pringosas lianas que los atrapaban en látigos volatineros que iban y venían al cuerpo de la araña. El bicho dio varias vueltas alrededor de si en un bailoteo borracho para después, a trompicones, infiltrase en la densidad de la noche.
Traté de celebrar la noticia con Alfonsito pero ya no estaba a mi lado. Escudriñé la lejanía, el límite del parquecillo, pero no vi a nadie. Tampoco al frente lucía el neón verde del bar.
— ¡Vaya zorrera de la madre que nos parió! -dijo una mujer que salió tras el brasero con una badila en la mano.
— ¡Concho, Upe, pues por tu nieto ha sio toel jaleo! -contestó otra que llevaba el mismo instrumento metálico.
Reconocí a mi abuela Guadalupe cuando se agachó sobre el brasero y le dio con energía con el aventador. El brasero dio una pequeña llamarada y el humo fue disolviéndose despaciosamente.
— Ya la jodia araña se las apañó para largarse, así que….. –dijo la otra mujer que no era otra que su hermana Serafina, la tía Fina de mi infancia.
Esta removía con la badila el cisco recién prendido mientras mi abuela quitaba el tubo de chapa con la otra badila y sin perder de vista el camino por donde desapareció el bicho.
— ¡Menudas dos mujeronas valientes que me han sacado del susto! -grité para que advirtieran mi presencia.
Pero ellas seguían a lo suyo sordas a mis palabras.
— ¡Abuela! ¡Tía Fina! –insistí acercándome.
— No te molestes: no te escuchan porque no te ven; lo suyo es pura intuición.
Por el lado que desapareció Alfonsito se dibujó la silueta de Jaime, “el jomeini”, otro compañero de trabajo de la misma época que aquel. Sonreía afable, algo retraído, señalando a las mujeres. Vestía otro mono amarillo con el mismo logotipo de costumbre.
— Están muertas como yo pero ellas habitan otro espacio de suprarealidad, supongo que más lejano. -dijo en voz baja y bajando los ojos ante mi mirada pasmosa.
Al igual que Alfonsito, Jaime era una de las personas más honestas y bondadosas que recordaba en mi vida. Supe de su fallecimiento unos años atrás por mediación de su hermana que residía en mi mismo barrio. “Murió callado, solitario y sin oficio ni beneficio, así como vivió”, me comentó ella a guisa de epitafio.
— ¿Estoy soñando, Jaime? -le pregunté decidido.
Tardó unos instantes en contestarme. Miró el trajín de las mujeres para detenerse en la lejanía de lucecitas que ofrecía el centro de la ciudad a un costado de ellas. Escudriñaba el horizonte luminoso con una delectación bobalicona que le hizo entreabrir los labios varios segundos antes de hablar.
— Todos soñamos más de lo que pensamos -contestó meditabundo- Ahora que ando muerto dudo más que nunca cuánto tiempo soñé o dejé de hacerlo. Las cosas de la existencia se vuelven aún más vagas aquí, te prometo que sí. La única certeza es que morimos algún día, eso sí, garantizado.
Mi abuela y mi tía Fina, cada una agarrando el brasero por el asa, siguieron la estela imaginaria que dejó la araña. Se adentraron en la noche más oscura, al igual que el bicho, y se fueron fundiendo en sombra.