Beatriz Suárez-Vence Castro
A dónde irán los besos
Siempre me ha parecido que los días Internacionales de lo que fuese eran bastante prescindibles. No porque estuviesen mal o bien si no porque me producían el efecto contrario a lo que se suponía que intentaban hacer: subrayar la importancia de algo. Como si solo pudiese haber un día del año en que existiesen los abuelos, el medio ambiente, los niños, la paz.
Sin embargo, aquí me tienen, tragándome mis peros de sabelotodo repelente, por un día que no sabía que existía y que, de haberlo sabido antes del confinamiento, me habría sacado como mucho un "mira tú qué bien", de lado y refunfuñando: Trece de marzo, Día internacional del Beso.
Fui una niña poco besucona, que obedecía a regañadientes cuando me pedían un beso.
De esa incomodidad infantil de tener que besar caras barbudas, sudorosas o con muchas capas de maquillaje, me ha quedado la convicción de que hay que dejar que los niños besen solo cuando les dé la gana. En el fondo, lo de dar dos besos al saludar a un desconocido siempre me ha parecido un trámite innecesario. La mano o un saludo educado y van que arden.
Los besos llevan un trocito de corazón; son demasiado importantes como para reducirlos a una convención social.
Ahora, de mayor, ya en igualdad de condiciones y sin que nadie me mande, soy una besadora de primera con quien quiero bien. Y aún soy más de abrazar. Los abrazos me salen del alma, aunque sé que mis abrazos dejan un poco que desear por una cuestión de tamaño: No suelo abarcar al objeto de mi abrazo.
El confinamiento, como les contaba hace un par de semanas me ha pillado sola y tengo a mis dos perros al borde del aplastamiento por achuchones indiscriminados. Ellos van aguantando bien, como hacen con todas mis otras costumbres, con una mezcla de cariño y resignación.
En los primeros días del Estado de Alarma, me sorprendí a mí misma reprimiendo el ademán de darle un beso a alguien querido por la calle. Incluso no tan querido, por pura alegría de ver un humano con quien intercambiar impresiones de toda esta rareza común que respiramos. Esta nueva sensación que juzgaba con espanto como solo mía, la vengo observando, aliviada, en otras personas que padecen el mismo grado de efusividad. Lo reprimimos con un poco de pena. Nos queda la sonrisa, pero sabe a poco.
Hablaba con una amiga estos días sobre cómo incorporaremos los nuevos hábitos adquiridos a raíz de la pandemia de aquí en adelante, si nos volveremos menos expresivos, más huraños en el trato social y más reticentes al contacto físico o, por el contrario, saldremos con unas ganas enormes de recuperar el tiempo perdido, los besos perdidos.
En la memoria de todos está el beso robado en Times Square por un marinero a una enfermera a quien no conoce al pasar a su lado, celebrando de este modo tan particular, el fin de la Segunda Guerra Mundial. Eisenstaedt, fotógrafo de la revista Life, estaba allí con su cámara para mostrarnos la alegría espontánea, ese sentimiento de felicidad tan desbordante que hay que compartir como sea.
En el año 1993, Víctor Manuel escribió: "A dónde irán los besos que guardamos, que no damos, a dónde irá ese abrazo si no llegas nunca a darlo, dónde irán tantas cosas que juramos un verano…"
Muchas familias llegarán al verano de 2020 sin haber podido besar por última vez a sus familiares fallecidos a causa del Covid-19, en un duelo doblemente amargo por la ausencia de despedida.
Quedan, sin embargo, muchos por dar; todos los que hemos guardado durante el encierro.
Ojalá salgamos todos con las mismas ganas de besar que el marinero de Times Square y no dejemos anidar rencores.
La vida, toda la que queda, es demasiado corta para no volver a abrazarnos.