Kabalcanty
Después de la formación del espíritu nacional (Parte 6ª)
Si 1975 iba a ser un año determinante para el país, también lo iba a ser para mí. Del grupo de amigos me iba a distanciar en parte y comenzaría a madurar una soledad que ya siempre me iba a acompañar. Si bien en puentes largos y en verano hacíamos viajes juntos divirtiéndonos a lo grande, en los fines de semana ellos optaban por ir a discotecas y yo les acompañaba hasta la puerta. Nunca me gustó la clase de música que ponían, además del sonido atronador que impedía cualquier clase de comunicación hablada. Deshecho el grupo de las chicas del "zapato", mis amigos pretendían ligar en aquellas discotecas. Yo les dejaba en la puerta, tras tomar unas cañas todos en el bar Alemán en la calle Alberto Aguilera, y me iba a vagabundear solo, ver contraportadas de libros o, a última hora, pasarme por la cafetería "La pataleta", en la calle Galileo, lugar en el que solían ir las chicas de antes y alguna pareja que quedó tras la desunión del grupo mixto.
En ese año, durante el primer trimestre, comencé a emborronar cuentos y poemas que atesoraba en un cuaderno de anillas de hoja cuadriculada para luego pasarlo a máquina y guardarlo en una carpeta vieja de solapas de cartón anaranjado. Tanto mi trabajo como la falta de conexión en el grupo de amigos, me iban encerrando en el mundo de mi cuarto de Carabanchel, mi verdadera morada en aquel tiempo.
En el país, el príncipe Juan Carlos era el sucesor de un Franco que moría a fuego lento en el hospital. La imagen que daba el príncipe era la de un bobo que iba a hacer lo que le dijera el régimen continuista; su educación castrense y la ideología cocinada entre curas y políticos afines al régimen así lo pronosticaban. Tras la muerte del dictador, mientras entre bambalinas crecía la alarma, el ya rey Juan Carlos iba a derivar hacia el camino de la democracia. Pero eso sería a finales de año e iría cuajando en el año 76.
En mi trabajo iba a conocer la cotidianidad del convento de Nuestra Señora de Montserrat, cuyo mantenimiento llevaba la empresa regida por mi abuelo. Tres frailes giraban en torno a la vida diaria de ese lugar religioso: los padres Dionisio, Lázaro y Abundio, sin olvidar al bueno de Bruno, el sacristán. Los cuatro iban a influir en mi vida de una manera u otra, enseñándome a conocer el poso de las personas y su forma de sobrellevarlo.
El padre Dionisio era el prior del convento, benedictino como todos los frailes que allí vivían, tenía un halo intelectual y una presencia imponente. Serio, severo y de voz cadenciosa, de todos era sabida su relación estrecha con Felisa, una chica que entró de pinche de cocina y en dos años escasos se hizo gobernanta de la residencia de estudiantes que dirigían esos benedictinos. Fue con el que menos tuve relación, sin embargo me ilustró sin desearlo, durante los años que le permitieron seguir de prior, en hacer de la mentira, del comportamiento ante los demás, un arte elegante y nada ruboroso. Si él faltaba a la misa mayor o al cántico vespertino porque estaba con Felisa en el piso que le puso en la avenida de Oporto, al día siguiente aparecía sin turbación alguna, con sus palabras templadas y llenas de raciocinio, excusándose con cualquier nimiedad. Su mirada helada, tras sus gafas cuadradas de montura negra, se extendía exhalando autenticidad y aplomo.
El padre Lázaro era un ser taimado que nunca perdonó a Dionisio que le arrebatara su cargo de prior. Con una venganza indiscriminada, constantemente emitía bulos, fake news como se diría ahora, intentando menospreciar al padre Dionisio especialmente y a cualquiera en general. Siendo yo ese chaval largo y delgaducho, con el pelo a lo afro, que acarreaba materiales de acá para allá, Lázaro, forzando la situación, me hablaba de este y aquel despellejándole como si tal cosa. Hablaba de lo excelso de Dios mientras metía puñaladas a diestro y siniestro sin inmutarse. Tenía los ojos pequeños, inquietos e inquisidores, que sin mirarte nunca de frente en ademán prepotente, trataban de subestimarte aunque su iracundia no fuese contigo en ese instante. Recuerdo que olía a añejo, un tufo que parecía salido del otrora y que te impregnaba de una quietud rancia.
Cierto día, al enterarse por mi abuelo o por mi padre que opositaba a banca, me llamó a su despacho con premura. Acudí, advertido de la importancia que podía tener esa charla para mi futuro, lo más aprisa que pude y con el corazón palpitante. Me dio una charla sobre su pasado, sobre su vocación, sobre que aquel convento fue cárcel de mujeres a comienzos del siglo XIX, del óleo "La moneda del César" de Antonio Arias Fernández expuesto en la iglesia, sobre su relación con Dios todopoderoso, para acabar mencionándome jactancioso todos los contactos seglares que jalonaban su vida. "Creo que dentro de un par de meses tienes la oposición para el Banco Madrid", me dijo ladeando la cabeza para soslayarme brevemente. "Pues, mira, te voy a dar esta tarjeta para que se la pases al examinador. Te allanará mucho el camino, joven González" Cuando entregué la célebre tarjeta el día del examen pasé uno de los ratos de más vergüenza de mi vida. "¿Y esto qué quiere decir? Ni conozco a este señor ni deseo conocerle. Esto es un examen profesional, no religioso, joven", me espetó el examinador con cajas destempladas. Suspendí.
El padre Abundio, además de ser el más joven de todos, era dicharachero y pragmático espiritual. A diferencia de los demás benedictinos del sitio, vestía con sotana y fumaba a escondidas como un carretero. Nuestra confianza se forjó precisamente por el tabaco. Como yo tampoco fumaba delante de mis familiares, en el despacho del padre Abundio nos poníamos hasta las trancas. Yo le conseguía el tabaco de fuera, se lo traía del estanco de Agapito, en el cual Abundio tenía cuenta secreta, y después nos fumábamos unos cuantos pitillos hasta que mi ausencia en el trabajo no fuese demasiado larga. Me habló de muchos libros, conocedor de mi pasión por la lectura, regalándome aquellos de la célebre colección Austral que él consideraba imprescindibles. Así conocí a fondo a Unamuno, García Lorca, Pío Baroja, Fernández Flórez y muchos más, aunque mi mayor descubrimiento fue Cervantes y su Quijote. Leerlo, releerlo años después, será uno de los placeres más grandes que he tenido.
Tuve un disgusto enorme cuando, de buenas a primeras, el padre Abundio fue trasladado al Monasterio de Santo Domingo de Silos en Burgos; su "modernidad" le condenó, sin duda. No llegamos a despedirnos pero su humareda tabacosa con sabor a literatura quedaría impregnada en mí para siempre.
Por último, Bruno el sacristán y portero de la entrada para frailes en la calle Quiñones. Era extremadamente anciano y enjuto, encasquetado siempre un bonete sobre sus cabellos de un blanco luminoso y con una piel transparente y cérea. Hablaba como para sí, muy bajito, casi imperceptible, agitándome el pelo rizado cada vez que entraba por aquella puerta. Tenía la mueca de la risa instalada en el semblante y jamás le vi contrariado ni nervioso. Era soltero, sin familia conocida, siendo su hogar una habitación junto a la portería en el convento.
Tengo que reconocer que, en los primeros días de mi trabajo en aquel sitio, tuve cierto recelo al pasar por aquella puerta para frailes. Llamabas al timbre y salía de las tinieblas Bruno con su risa, su esqueletismo traslúcido y su voz susurrante. Me daban escalofríos meterme por allí.
Luego todo cambió, Bruno representó para mí la imagen de la bondad y la templanza. Una vejez sabia y apacible. Murió dos o tres años después, solitario en una residencia de ancianos.