Kabalcanty
Después de la formación del espíritu nacional (III Parte)
La primera semana de mi trabajo en la empresa familiar fue muy relajada. Estaba en la oficina, que era una de las habitaciones de la casa del barrio de Tetuán donde vivían mis abuelos, y el trabajo se resolvía en un par de horas a lo sumo. Mi abuelo, el jefe, salía sobre las diez de la mañana, volvía sobre la una del mediodía y, después de comer tras echarse una cabezadita, marchaba para regresar sobre las siete, hora que ya no me encontraba por allí. Le veía un poco por la mañana y otro poco por la tarde, con lo cual yo me manejaba a mi antojo.
Mi abuela me tenía en palmitas. Solamente pensaba en que comiera adecuadamente a media mañana y la hora del almuerzo. "El trabajo puede esperar pero un cuerpo joven como el tuyo debe hacerse fuerte comiendo como es debido", me decía inflándome a viandas y vasos de leche.
Mi padre y mi tío comían en ocasiones con nosotros, todos al menú de la abuela Guadalupe, "Upe" para los conocidos, cuando su trabajo de supervisión de obras se lo permitía. Yo prefería que la mirada inquisidora de mi padre no se cruzara con la mía en esos almuerzos. Indudablemente deseaba que la comida fuera un relajo, contemplando las insulsas noticias por televisión mientras se escuchaba el batir de los cubiertos sobre los platos, sin tener que soportar los silencios elocuentes a los que mi padre me sometía.
Esos tres hombres de la familia, esos que componían la empresa de construcción, tenían en la mente algo muy claro: solo trabaja aquel que hace algo físico. La labor de la oficina la menospreciaban tachándola de sencilla, corta y con poco valor para un hombre. Tantas veces escuché de niño aquello de "trabaja de chupatintas tocándose los cataplines todo el santo día", refiriéndose a cualquier familiar, vecino o conocido, que no podía pillarme de sorpresa su desconfianza. Me observaban inquisitivos esperando cualquier excusa para poner en solfa mi nueva incorporación a la empresa. Esa semana, por lo menos, me libré de una sentencia que ocurriría siete días más tarde.
En los ratos libres, que eran numerosos ciertamente, mientras mi abuela cocinaba o iba a comprar al mercado, salía al patio, el lugar sagrado dónde trascurrió gran parte de mi niñez. En su árido e irregular suelo había crecido una capa de verdín que clareaba en los lugares donde más daba el sol. Ya no había nadie que corriera su superficie jugando al fútbol con un balón gastado, o a las chapas surcando carreteras de arcenes arenosos, trazadas con las palmas de las manos, o saltando en el escondite o en el tula. En el patio reinaba ahora un silencio lleno de resonancias de niñez que yo sólo oía en el inicio de ese futuro que parecía no pertenecerme. Mi amigo Benito estaba interno en un instituto que pertenecía a la Marina, cuerpo donde trabajó y murió su padre, y sólo venía los fines de semana, y mi primo Ramón se amigó con los de su edad (era cuatro años más joven que nosotros) dejando huérfano el patio que a los tres tantos días de gloria y felicidad inconsciente nos dio. Sopesé, con sorpresa, que ni siquiera habitaban los tejados de alrededor aquellos gatos sempiternos, modorros, ladinos por callejeros, que, en los días que considerábamos especialmente festivos, alimentábamos con cordilla (tripas de carnero que vendían muy barata las casquerías), que poníamos nombres según su aptitud o color y que mirábamos ensimismados cuando parían, viendo crecer a esos gatillos que renovaban la camada. Todo era más triste, inanimado, me parecía desde la puerta de la casa de mis abuelos, casi sin atreverme a pisar ese santuario que me vio crecer.
Por el contrario, el barrio madrileño de Tetuán había cambiado poco desde que lo recorríamos siendo niños. Las calles angostas, junto con las dos grandes vías neurálgicas, la calle Bravo Murillo y, en menor medida, Marqués de Viana, seguían oliendo populares y bulliciosas. Casi todo el mundo se conocía y eran tan frecuentes los saludos por las calles como el mero hecho de recorrerlas. Eso sí, comprobaba el paso del tiempo en los que antes eran padres y madres lustrosos y ahora los encontraba canosos y menos erguidos, o los jóvenes de antaño que ahora tiraban del carro de algún bebé o conducían algún Seat o Citroen. De los que se encontraban en la franja de mi edad había dos tendencias: una, los que seguían estudiando, que poseían una forma de vestir que me recordaba a las películas y series americanas de la época; y otros que tuvieron que ponerse a trabajar y los veía vestidos con mono de trabajo y las manos sucias.
Mis tías, como llamábamos a las hermanas de mi abuela Upe, que vivían frente a la casa de mis abuelos junto al hijo y la esposa de una de ellas, cuyos hijos eran Maribel, Ramón, el compañero de andanzas que antes cité, y el pequeño Antonio, conservaban su casa exactamente igual que hacía dieciséis años (tal vez más) y seguían cosiendo para un sastre que tenía tienda junto a la Puerta del Sol. Su casa siempre olía a ropa recién planchada. Desde su balcón, sobre la calle Algodonales, se controlaba en trasiego cotidiano con todas las anécdotas vividas y edulcoradas por el recuerdo contado. La tía Serafina, la que cosía junto a ese balcón, era una pieza indispensable para todo aquel que pasara por aquella calle y elevara levemente la vista hallándola vigilante, con las gafas a media nariz, mientras cosía y cosía. Sólo faltaba a su puesto los días que tenía que "entregar", o sea llevar los encargos al sastre del centro de la capital. Entonces se ponía sus mejores galas, se maquillaba, e incluso en ocasiones iba a la peluquería el día anterior. Parecía bastante más joven con el hatillo por entregar sujeto en una de sus manos y pegado al pecho camino de la estación de metro.
Esa semana pasó demasiado rápida. Entre añoranza y añoranza, pasaba presupuestos a máquina, y encargaba pedidos al almacén de materiales de Gonzalo para que los cargaran en la camioneta de Antonio "el oncebrutos" para, a las seis, volver a mi casa en Carabanchel. Luego vino el cambio que tanto temía, pero que se palió en parte porque comencé a salir con mi primera chica. Fue algo frugal y desaborido, pero fue mi primer amor realizado. Todo un sueño que armonizaba con la realidad. Entre semana sentía el tedio de mi nuevo puesto en el trabajo, equilibrándolo, en parte, por esa chica que se llamaba Conchi, como mi hermana.