Kabalcanty
Tres vueltas de llave (Parte 1ª)
"Estoy solo y no hay nadie en el espejo"
(Jorge Luis Borges)
Papá había muerto hacía ya tiempo y mi hermana vivía en Dublín desde hacía cinco años, así que cuando murió mamá me quedé solo en la casa familiar. "Te dejo tan desamparado, hijo", me dijo mamá poco antes de morir. Pero no me importó en ese momento porque no entendí o no quise entender las palabras pesarosas de ella, llevaba una vida solitaria desde casi siempre y supuse que todo seguiría más o menos igual en su ausencia.
Mi vida se componía de bastante poco: salía únicamente a comprar al súper de al lado de casa y luego libros, ordenador y algo de televisión. No tenía amigos ni hablaba con los vecinos nada más que lo esencial, sí tenía que hacerlo me violentaba mucho mantener una conversación de más de un minuto. Nunca había tenido una relación con ninguna chica, excepto las escasas (porque yo ya me encargaba de que fueran pocas y concisas) entre compañeras de colegio y universidad. Se puede decir que cuando acabé mis estudios (me licencié en Derecho sin vocación y tras ocho años) abandoné la poca vida social que tenía.
Cuando mamá enfermó fui yo quién la cuidó y llevó a las innumerables citas médicas. Estábamos solos en la casa familiar y evidentemente me correspondía esa tarea que, por otra parte, nunca llevé mal. Hasta que su cuerpo se rindió y tuvo que ingresar en el hospital, todos los días salíamos a dar un pequeño paseo por el parque. A rastras con su andador, mamá me contó muchas cosas de su vida y de cuando vivía papá y mi hermana Carol y yo éramos niños. Me gustaba escucharla, su hablar despacioso, fatigado, y sobre todo, cómo decoraba los recuerdos con infinidad de anécdotas curiosas que creo jamás existieron. Sin embargo, le hacía feliz que yo, sentado en uno de los bancos del parque o junto a ella mientras se movía torpe con el aparato, oyera divertido sus capítulos y asistiera jocoso a sus risitas roncas. "Si tú me faltaras, hijo, sería carne de esas residencias de ancianos tan tristes", me decía al tiempo que me acariciaba el mentón y apretaba los labios.
Después en el hospital todo fue más funesto. Apenas hablaba conmigo a pesar de que me pasaba la mayor parte de los días junto a su cama. Tenía un ronquido que intentaba articular con palabras pero desfallecía ante la imposibilidad. Tan sólo en instantes puntuales, como lo fue minutos antes de fallecer, se le podía entender. Se notaba que sufría y que sabía que el final estaba demasiado cerca. Aunque yo me entristecía viéndola padecer, me convencí que lo mejor para los dos era su muerte. Vivir forzado es peor que morir.
Los primeros días sin mamá fueron similares a los de antes. Iba rápidamente a hacer la compra y me encerraba en casa hasta el día siguiente. Leía, o mejor dicho releía, ya que salir a comprar libros nuevos me suponía un esfuerzo que no estaba dispuesto a afrontar; tener que ir en algún medio de transporte, cruzarme con otros en los pasillos de la librería, soportar la mirada indiscreta del dependiente, ¡ufff!, demasiados contratiempos que alterarían mi vida. Pues eso: releía, trasteaba en el ordenador y veía algo la televisión por las noches. Poco más. Me sentía cómodo solitariamente, sin nada que tuviera que enredar mi vida, viviendo de una sustanciosa herencia que papá heredó de un tío suyo sin hijos que había sido un potentado empresario del aluminio.
No puedo negar, ahora que me he decidido a escribir y aunque sólo eran los primeros días de soledad, que no todo era un jardín de rosas. Lo primero, casi sin darme cuenta, es que comencé a hablar solo. Me fue pasando paulatinamente, como a los diez o doce días de no estar mamá. El primer día me ocurrió tras ver una película en el pc. Recuerdo que se titulaba "Manchester frente al mar" dirigida por un americano llamado Lonergan o Lottergan, y fue tal mi entusiasmo al terminar la peli que comencé a charlar solo haciendo de ello todo un ritual. Preparé café y saqué una selección de galletitas danesas en un plato que mamá usaba antaño en los días especiales. Coloqué las tazas en la mesita baja del salón con mucho cuidado, esmerándome en colocar las galletas más sabrosas al lado de la mujer con la que iba a charlar. Me excusé con ella por un momento para ir al aseo y peinarme debidamente. Cuando me iba aproximando a la mesa vi su perfil con nitidez. Era una mujer rubia de afilada nariz que se retocaba el maquillaje fijándose en un espejo pequeño que guardó rápidamente al verme llegar. Me sonrió abiertamente, como si me conociera de siempre, para decirme exultante que yo había elegido una película "inolvidable".
— Desde luego que no es una película lo que se dice alegre, pero su elegancia conmovedora rebosa amor, ira, ternura y hasta humor quebrado. ¡Me encantó!
Me dijo sin dejar que llegara a sentarme. Tenía los ojos verdosos, notablemente emocionados, y los rojizos labios se le curvaban hermosos cuando pronunciaba sus enaltecidas palabras.
Así fue aquel mágico primer día: yo haciendo de ella más que de mí. Quedé tan prendado de la experiencia que ya no pude pasar una tarde sin encontrarme con aquella mujer imaginaria. Ya no hacía falta la excusa de una película o un documental, hablábamos de cualquier cosa larga y animadamente. Ella siempre decía todo aquello que yo deseaba escuchar, lógico se mire por donde se mire.
Sin embargo, todo iba a cambiar una mañana cuando Magda, una vecina del 3º C que siempre se preocupó por la salud de mamá y que ya me había preguntado en la calle el consabido "¿cómo lo llevas ahora?", llamó al timbre. Aunque no la dejé pasar del umbral de la puerta, me azaré con su aluvión de preguntas sin final. Nunca me gustó ser grosero por lo que aguantaba por mucho que me fastidiara la situación.
— ….. Y he pensado -dijo con suficiencia y moviendo las manos vertiginosamente- ¿por qué este buen chico tiene que comer y cenar solo todos los días? ¡De eso nada! Yo también ando sola como la una, hijo, y eso no lleva a nada bueno. Te lo dice esta vieja de setenta y seis años. Pues nada, que no te preocupes de comidas que en casa de la Magda tienes tu plato en la mesa. Sin compromiso alguno, eh.
Comemos a las tres y cenamos a las diez, como Dios manda. Así que ya sabes, el cocinar se va a acabar mientras Dios me dé fuerzas. Todo sea por la gloria de la buena señora Agustina.
Tampoco se me ocurrió nada para negarme a su propósito, sólo ansiaba cerrar la puerta y que se fuera.