Carlos Regojo Solla
Para hacer esta muralla...
Hace tiempo que no hago un viaje "decente", es decir, uno de esos en los que la alborada te pille conduciendo hacia un destino nuevo, por carreteras viejas y desconocidas, cuando los primeros rayos del sol te encuentran a buena distancia de casa, abriendo el termo del café, o como primer parroquiano de uno de esos bares o cafeterías madrugadores que esperan los primeros clientes. Un viaje sin meditar, como aquel improvisado que hice una vez en invierno, entrando en Portugal por Viana, bajando a Viseu para internarme en la Serra da Estrela, interminable, con una niebla espesa y carreteras de época, ya sin luz natural, intuyendo en los cruces el desvío correcto, para caer a Salamanca por Vilar Formoso, forzando aquel "milcuatrocientostreinta" a toda pastilla con el fin de cruzar la frontera, minutos antes de media noche, a punto de cerrar ésta, y respirar de alivio al encontrar la primera patrulla de la Guardia Civil. Digo improvisado porque la idea inicial era tan solo ir a la Fortaleza, frente Tuy, a comprar unas toallas, un poco de aquel Sical en grano, algo de queso, algún jabón…, y volver.
Últimamente, tal vez porque mi Ford y yo vamos viejos, no me decido a largar más allá del alto del Paraño, parando por Soutelo para tomar el mítico y sabroso bocadillo de jamón en el no menos mítico bar parada de postas, único en los sesenta, en el cual descansaban las "diligencias del Castromil". Toda una tradición desde mis catorce, que repito, excepto años de ausencia, y complemento, en el mismo Soutelo, con la "Festa dos Cogomelos", salvo cuando no la convocan.
Llevo dado no más de tres vueltas al contorno Galicia en turnés rápidas de no más de dos días. Me encanta salir y entrar a través de las rayas fronterizas que delimitan territorios, ya sabéis, esas líneas imaginarias ganadas con sangre por guerreros y rubricadas, a veces con mala gana, por políticos. En alguno de estos lugares se levantan aún las murallas defensivas que testimonian, con el tiempo, la inutilidad de las guerras. Me sucede, por ejemplo, que, tras comprar un buen cuchillo de cocina en Taramundi y tomar rumbo sur, entro y salgo en los territorios de Galicia y Asturias en Los Oscos. Otras veces me tengo dejado caer por León, desde las pallozas de Pedrafita, en Ancares, para hacer cumbre en Mustallar, (un rompe piernas en alguno de sus tramos, sobre todo si apuras el paso por llevar el tiempo contado), acompañado por unos fuertes mastines del Pirineo propiedad del albergue próximo al Piornedo. Los animales, al verte, se levantaban perezosos y te acompañaban, parando puntualmente en escondites propios donde guardaban restos de bocadillos, entre la vegetación, obsequio de montañeros en anteriores travesías. Aquellos perros vivían ansiosos por revolcarse en los neveros cercanos del espectacular pico. Luego desaparecían camino de Burbia donde vivaqueaban en caso de nevadas hasta que sus dueños, como contaban, iban a buscarlos a veces varios días o semanas después. Unos perros que eran los dueños absolutos del entorno contando, claro está, con la aquiescencia de los osos pardos que merodeaban por la zona, a tenor de las huellas dejadas en la nieve a la altura de la pradería final, en las proximidades de una cabaña de pastores derruida próxima al pico.
¡Y que decir de la ruta hacia Porto a través do Xurés!
Esa sensación de entrada y salida rápida en territorios política y administrativamente separados me sobrepasa. Hace que me sienta furtivo, contrabandista, maquis, espía, aventurero, infractor… Un verdadero vicio.
Hace poco menos de una semana fui por primera vez a Portugal después de mucho tiempo. Lo hice por una ruta que confieso nunca había hecho que, sin embargo, tiene cierta vinculación personal que remito a los años del estraperlo, ya que tuve la suerte de conocer a una mujer que se la jugaba diariamente por esta zona para mantener a su familia en las épocas difíciles del estraperlo. Se trata de Salvatierra. Allí volví a notar esa sensación extraña al poder entrar y salir sin impedimentos entre un país y otro donde cambian algunas cosas, aunque no sea para tanto. Monçao hace un café excelente y tiene unas termas que aún debo conocer. Estaban reparando la Plaza de la República, limpiando las murallas y realizando varias obras más que indicaban una actividad en un pueblo que no tiene nada que ver con aquel otro que yo recuerdo. Hace calor, y después de unas pequeñas compras obligadas contemplo la posibilidad de seguir al sur, un poco más, pegado a la raya, para ver con qué me encuentro; pero Carmen se niega a seguirme porque teme, con razón, la saque por Huelva y no llevamos cartilla sanitaria.