Kabalcanty
Las fieles turbulencias (Parte 6ª)
Pasé el resto de la mañana tan alterado que apenas hice nada a derechas en mi trabajo. El monitor del ordenador se me volvía un ojo insondable en donde se reflejaba un abismo que ya vi otras veces. María Luisa no paraba de incordiarme aconsejándome remedios para mitigar "ese nerviosismo de niño de teta", según me decía ella, acercándose groseramente a mi cara echándome oleadas de su perfume barato.
Intenté argüir que necesitaba reposo y tranquilidad y que eso lo encontraría en mi cama de la pensión. Ella me sujetaba ambos brazos y, mirándome estúpida a los ojos, me decía que no, que lo que debía hacer era enfrentarme a mis miedos y vencerlos. Niña imbécil y psicóloga de cartón.
Minutos antes de la hora de la celebración, noté cómo la furia iba bullendo en mi interior dándome una fuerza inusitada. El odio hacia los demás se ceñía en mis músculos y mi cabeza me dictaba que derribara todos los obstáculos que se interpusieran a mi instinto. Le dediqué una mirada a Luisa, intensa, despectiva, casi salvaje, que la intimidó y la apartó desorientada a un lado de la puerta de nuestro cuarto de trabajo. Estaba tenso y lo suficientemente iracundo para irme sin que nadie me lo impidiera.
La recepción y la sala principal de la Escuela rebosaba público. Pasé entre gente que conocía de vista del trabajo y otros rostros desconocidos que me miraban al pasar cuando les atropellaba en mi huida. Escuché a mis espaldas cómo la Magallán comenzaba su discurso con sus ripios acostumbrados (odiaba como nunca su lejano timbre de voz). Apenas puse mi mano en el picaporte de la puerta de salida cuando León me tomó de un brazo con firmeza.
— Tendrás que subir al estrado en breve, no salgas, por favor.
Hizo mal en detenerme, muy mal. Le aticé con el puño en plena nariz, fuerte, con toda mi ira concentrada en mis nudillos. Le vi caer (la ridícula gorra volando y su jeta espantada bañada en sangre) y cómo se liaba una algarabía que dejé atrás a buen paso.
Sudaba tanto como mi corazón trotaba. Me latían las sienes, sentía mi pecho comprimido en un reducto sin aire, tenía ganas de vomitar y de partirle la cara a quien fuese.
Llegué a la pensión con el propósito de hacer la maleta e irme lo antes posible. Entré en mi cuarto y recogí todo con celeridad. No tenía mucho que recoger y aunque lo hubiese tenido no tenía sosiego para andarme con entretenimientos.
Antes de largarme de la pensión, Engracia me esperaba alerta cruzada de brazos ante la puerta de salida. Vi a Toñi, limpiándose las manos en ese sucio mandil que siempre le colgaba, retirada junto a una de las puertas del pasillo.
— Parece que anda con prisas, caballerete -me dijo Engracia, bamboleando sus pechos dentro de su bata floreada- Le recuerdo a usted que me debe un mes de alojamiento, por si lo había olvidado.
Me observaba retadora, arqueando una de sus cejas entre el potingue de su maquillaje.
No tenía dinero, algunas monedas sueltas, quizá, y me había ido, lógicamente, sin cobrar el sueldo de la Escuela de Actores. (¿A quién coño le importaba el dinero ahora?)
— O me paga ahora mismito o llamo a la policía.
Me dijo, sosegada y segura, señalando el teléfono de la pared.
Dejé en el suelo mi pequeña maleta y el maletín del pc y me puse a buscarme la cartera. Me acerqué a ella rebuscando en los compartimentos. El sudor me goteaba nariz abajo mientras mi respiración jadeaba en mi boca entreabierta.
Le pegué duro con el codo en toda la boca. Tirada en el suelo, no pudo llegar a articular gemido alguno porque le di varias patadas hasta que llegó gritando la payasa de Toñi. Las escaleras volaron bajo mis pies, las aceras me parecían pistas de patinaje, mi rabia era coraje tan devastador que mis escasas pertenencias, como si fueran una extensión de mis brazos, me llevaron en volandas hasta la estación de tren.
No tenía dinero pero necesitaba salir de aquella ciudad lo antes posible. Por primera vez mis fieles turbulencias me habían metido en un buen lio. Necesitaba tranquilidad, relajo, silencio, aislamiento….. y eso únicamente lo tendría volviendo a mi soledad.
Escogí la dirección que más alejaba de mis padres, de mi mundo conocido, y ahora de esta nueva experiencia en esa capital de provincia. Logré esconderme entre las sacas del correo atisbando entre las holguras de la puerta del vagón.
Entre el traqueteo del tren notaba cómo la luz languidecía. Olía a campo, a aliviadora y refrescante humedad que alimentaba mi respiración. El tren hizo en dos o tres paradas (pueblos inmundos con los andenes vacíos en donde sacaban escurridas sacas) hasta que, cuando noté la desaceleración del tren, vi una pequeña ciudad que, rodeada de montañas, relucía a lo lejos con sus farolillos de luz cérea.
Allí me bajé (saltando, para sorpresa del operario, desde el vagón correo hasta el andén) y emprendí una carrera que, en pocos minutos, me metió en las callejas de la nueva ciudad.
Era reconfortante pasear sin que nadie te conociera, sin celebraciones a la vista, sin pensiones donde conocían tu vida y tus costumbres, sin Toñis, ni Luisas, ni Leones, ni Magallanes, ni Engracias. Respiré hondo y me dediqué a dejarme llevar por las calles sin rumbo fijo. Logré dormir, o intentarlo al menos, en un garaje semiderruido lleno de gatos y escombros. Me desperté, sonriendo como hacía tiempo, con el piar de los vencejos. Las pocas monedas que me quedaban me sirvieron para tomar un café con leche y tres porras en una tasca de mala muerte donde servía un camarero bizco y con fuerte acento norteño.
Tendría que hacer muchas cosas para estabilizarme allí, pero lo primero que hice es ir al sitio en donde estoy ahora: la biblioteca pública municipal. Me he pasado parte del día (ahora está oscureciendo otra vez) escribiendo esta historia que he titulado "Las fieles turbulencias". Borré las pocas frases que componían el proyecto de mi novela (el archivo nombrado "Novela uno" lo he renombrado con el nuevo título) y he estado escribiendo todo esto sin parar. Lo he releído varias veces (tres, cuatro, diez, cincuenta) y, aún corrigiéndolo, lo he encontrado malo: falto de dinamismo, torpe, atropellado, insustancial. Un relato deplorable.
Ahora miro la pantalla azulada de mi pc portátil esperando a que el bedel me inste a que me marche porque van a cerrar. Tengo unas inmensas ganas de llorar que trago a secas como otras veces. A mi alrededor las mesas, que nunca estuvieron lo que se dice concurridas, están desiertas, tan sólo escucho el trajinar de los dos funcionarios en la recepción y el ir y venir del bedel. Le espero. Tengo ya el nuevo relato metido en la papelera de reciclaje y tintineo con el dedo índice el botón para vaciarla. Se ve oscuro tras los cristales de la biblioteca, oscuro cerrado, noche, hora de cerrar, pero aquí nadie me conoce. Eso, sin duda, es lo positivo.