Carlos Regojo Solla
Cuervos
La casa estaba edificada a media cuesta, alejada apenas doscientos metros del borde de la misma, aprovechando una zona plana, fácilmente adaptada a modo de terraza, en el suave talud que caía hacia el río, por lo que el espacio llano disponible no era muy grande, lo justo para una vivienda doble -hecha seguramente por acuerdo entre las dos familias unidas por parentesco político- y una pequeña era con huerto que acogía algunas gallinas que andaban sueltas por el entorno, picoteando las pequeñas, anilladas y nerviosas lombrices rojas que se criaban en toda la zona de influencia de desagüe de sus residuales, escarbando fuertemente con sus patas, para hacer luego puestas de hasta una docena de huevos que empollaban en los sitios más recónditos de los aledaños. A pocos pasos de la doble vivienda, ya en pendiente, había crecido un castaño y, poco más abajo, lo había hecho una higuera; ambos árboles generosos regaladores de sus frutos, a los que yo accedía libremente en virtud de la amistad de nuestras familias. El primero de los árboles, florecía finalizando la primavera y principios de verano en una especie de gruesos y largos hilos blancos, caídos a modo de tirabuzones, que atraían a las abejas por docenas cuyo inquietante zumbido rumoreaba las tardes tranquilas del lugar. A poco, casi de la noche a la mañana, aparecían los primeros erizos que pasaban enseguida de apuntar pequeños e inofensivos adornos a ser considerables pelotas verdes y espinosas, algunas de las cuales abortaban su futuro cayendo prematuramente al suelo en un suicidio que se me antojaba inútil. En septiembre el color verde del incipiente fruto había tornado a marrón claro y la cápsula espinosa abría mostrando el brillante color de unos frutos grandes, henchidos, con un rabillo blanco inmaculado que pintaba una mínima pincelado al extremo puntiagudo de aquel brilloso color castaño del fruto que, una vez maduro, caía haciendo un peculiar ruido en su trayectoria, rozando las hojas en su bajada para producir un "pok" apagado pero audible, especial, al tocar suelo, sobre el manto marrón y agostado de sus mismas flores yermas e infecundas, caídas, ya sin su atractivo inicial pero con la satisfacción del deber cumplido, como debe ser.
Nuestros amigos, los habitantes de la casa, tenían como mascota a un cuervo al que, por veces, mantenían atado por una pata a una rama baja del castaño. No recuerdo que el animal tuviera nombre – que, de seguro, sí lo tendría-; pero recuerdo bien el hecho, muy comentado, que aseguraba que el cuervo, cuando andaba suelto, no bien clareaba el día, se acercaba a la ventana de uno de los dormitorios y, picoteando el cristal, animaba levantarse a dos hombres, en sí madrugadores transportistas de madera, que descansaban en su interior:
- ¡Adolfo, Alejandro. ¡ Arriba, carallo!, xa son horas!
La vida transcurría feliz por entonces. Parte de mis correrías ocurrían por el entorno. La higuera, los castillos de tablas puestos a secar, nuestros juegos de infancia, de los cuales el escondite ofrecía mil y un lugares para no ser detectado, los nidos de pájaros en primavera, la búsqueda de los ocultos nidos de las cluecas, el ruido silbante de la cortadora de troncos del aserradero, mi madre llamándome por la ventana… Un día el cuervo apareció muerto, colgado del cuello desde la misma rama baja a la cual estaba atado. Seguro que se quedó dormido, claro que existieron sospechas fundadas de que le "ayudaron a", toda vez que siempre dormía atado por una pata. Vete tú a saber.
Los cuervos no son precisamente animales que gocen de prestigio entre nosotros, simplemente porque son negros y además graznan, pese a que su graznido esté científicamente equiparado nada menos que al canto de un ruiseñor. El negro no suele ser un color apetecible y el cuervo viste luto completo, hasta en el pico. Tiene connotaciones con la muerte, simboliza obscuridad, duelo, noche…; aunque, si nos fijamos bien, su "negritud" sea, en realidad, un azul metalizado que hay que observar a contraluz. El cuervo nos envidia, desea nuestros objetos brillantes. Dicen que resuelven sencillos problemas matemáticos, que intuyen la bondad de las personas, son fieles a su unión de pareja de por vida, aunque muchas veces, sospechosamente, se les vea volar en grupos de a tres. Fijaros en esto cuando tengáis ocasión.
Hitchcock los usó en su mítica película "Los Pájaros", y yo los he visto cabreados atacándonos a mi perra y a mí, seguramente porque pasamos al lado de sus nidos; es un proceder clásico en muchas aves las cuales te atacan para que te fijes en ellas mientras te van alejando de su hogar. Cogen cierta altura y vienen ágiles hacia ti tomando al final un vuelo rasante y pasan, en cabriolas suicidas, a centímetros de tu cabeza, obligándote a que te vayas. Te pastorean llevándote al redil. Es normal, hasta aprendes de su comportamiento. A lo mejor, bien pudiera ser que mi perra y yo no les cayéramos bien, quién sabe. Se les teme cuando llega la época del cultivo del millo. Incluso se dedica a gente a cuidar de los campos, con gritos, piedras, palos y aspavientos, expulsando de forma presencial a estos animales de la siembra, -porque son listos y saben que el otro, el espantapájaros de paja y ropa vieja, es un tonto muñeco que no se mueve, propio para voladores menores, - y antes de la recolección, cuando las mazorcas apuntan promesa de buen grano. Doy fe de esto porque conozco a alguien que tuvo esa misión durante años, desde mayo a septiembre, la de "espantacuervos", pero este es un tema particularmente especial al que dedicaré un trabajo nuevo que atañe a una profesión desconocida, de altísimo valor existencial y económico, para la que solo sirven contadas y especiales personas que también tienen el don de hablar con los sapos en noches de San Juan.