Carlos Regojo Solla
Sinapsis
Me sorprenden mis propias reacciones, la naturalidad con que las percibo y acepto. Son algo así como una respuesta casi única al "ya no tengo nada que perder" precisamente cuándo más se tiene que perder.
Llevo cinco años en la apartada orilla dónde lo único que brilla con calidad de baratija es la pasividad, el recuerdo, la añoranza… e, igual que un diamante pulido, luce simultáneo un montón de tiempo regalado del cual tengo conciencia a partir de un punto temporal determinado, ya sabes ese momento en el que te aplicas un nuevo nacimiento y dices aquello de "hoy es el primer día del resto de mi vida." Razono todo lo que puedo tratando de encontrar una explicación natural de mi presencia y mi estancia, todavía, por estos lares y me asombro de la capacidad de adaptación de la que soy dueño.
Hace mucho que he rebasado el punto de no retorno en la impulsiva problemática carrera del tiempo en su inercia hacia adelante, la misma inercia que llena el vacío con las estampas del pasado -sin tener nunca la última palabra acerca del punto futuro dónde frenaré, claro. Me autoidentifico como uno de aquellos vehículos que van del punto A al punto B, en los viejos problemas matemáticos de móviles (coches) que resolvía en mi adolescencia, con la particularidad que no sé, no conozco, nada del móvil (coche) que viene a mi encuentro desde B con cuya colisión, en vía única sin posibilidad de desvío, obtendré la solución del eterno enigma sin aplicar fórmula alguna. Medito esto último al levantarme de la cama en, al menos, tres tiempos tras los cuales estabilizo las primeras molestias de artritis a las que saludo con lógica resignada.
La hipótesis, la tesis y la demostración de un teorema se corresponden con las premisas y conclusión del silogismo, sin más complicaciones. Lavándome la dentadura alzo la mirada hacia el espejo del WC. Este me devuelve una conclusión imposible, incoherente y puede que nada deductiva:
Lo que hay, amigo, fue otra cosa,
lo que ves, es lo que hay.
¿Queda algo del ayer?
¡Qué tontería!; sonrío babeando la espuma del dentífrico, goteando saliva y pasta que baja por el brazo hasta el codo para caer parte en la pileta del lavabo y parte fuera, en tanto la luz del aplique parpadea tal vez a punto de fundirse. Se me mueve el vientre, provocando una ventosidad que me alivia. Recuerdo a uno de mis médicos: "muévete, no estés inactivo". Me cuesta un huevo agacharme para secar los pies tras ducharme, dejo tirada por imposible la pastilla de jabón que fue a parar detrás del bidé (no uso champús) en una zona de difícil acceso. Decido no afeitarme -ya van dos días. Doy un profundo suspiro de cansancio, peino superficialmente lo poco que me queda para peinar, tiro la toalla al suelo, me visto y me largo ¡Es lo que hay! Volveré, seguramente, a tirar de la cadena y rehacer un poco la cama, si acaso no adormezco más de lo previsto en el parque. En la calle se oyen los altavoces que lleva un coche derramando un cansino y repetitivo slogan.
-Haz esto,
-es por tu bien:
-Vivirás mejor.
Agudizo el oído por si dijesen algo a mi favor, presto atención y nada. Mi memoria parece estar fallando porque el soniquete me recuerda un poco o un mucho del pasado, algo sin definir. Mi pensamiento vuela hacia alguien que ha cruzado conmigo una mirada y un par de frases cómplices esta mañana, lo que me indica que tal vez no esté todo del todo perdido. Eso sí, lo he captado. Bajo al parque y reparo en que no he tomado el "cóctel" de pastillas que me han recetado con el desayuno ni me he puesto la dosis de "Eternity" de "Kalvin Klein" que suelo poner para disimular mi olor cuando no cambio los gayumbos. Me encojo de hombros y sonrío desafiante. A mi lado (apenas a un metro), un mirlo macho, con un pico muy amarillo, se posa en un arbusto de flores rosadas, cegado por el sol. Revienta en un rebuscado y prolongado silbido lleno de timbres y "reviravoltas" musicales; espero la respuesta de la hembra que no tarda en llegar y enardece aún más al macho. Me asombra tanta potencia en un cuerpo tan pequeño. Trato de recordar donde puse la vieja agenda con direcciones y números telefónicos mientras paso un pañuelo a los cristales de las gafas cuya graduación debería haber renovado hace, al menos, un par de años. ¿Cuándo fue la última? Me tranquiliza pensar que todo ocurre libremente y, haciendo uso de esa libertad, me levanto y marcho sin rumbo por aquella calle larga que sale de la ciudad, que me recuerda no sé que cosas que me esfuerzo por traer del ayer, con la musiquilla escolar de conjugar un verbo nuevo, martilleándome el cerebro:
Yo camino
Tú declinas
Él/ella, avanza
…
Creo que dejé el grifo abierto.