Jesús Iglesias
El voto avergonzado
Aunque Vox ha logrado, para regocijo de la izquierda, algo que solo el fascismo más populista podía conseguir, que la militancia reaccionaria del PP (la rancia y fiel por excelencia, esa de misa, pulserita rojigualda, sol y sombra y puticlub) quiera votar por vez primera a otro partido distinto del fundado por Fraga, y hasta el más optimista de los 'peperos' se prepara para capitular casi la mitad de los asientos 'populares' en el Congreso de los Diputados, la aparición del caudillo Santiago Abascal ha permitido que Pablo Casado cumpla uno de los primeros anhelos que expresó al convertirse en amado líder: deshacerse de la vergüenza de ser de derechas. Eso fue al menos lo que Casado pidió a sus propios militantes en su discurso inaugural como 'boss' del nuevo PP y parece, que al menos en ese sentido, los inminentes votantes de Vox se han quedado la herencia de la vergüenza toda para ellos.
Dice un amigo mío que las elecciones, en España, siempre las ganan, de uno u otro modo, los partidos de derechas. Incluso cuando es una organización progresista la que toma el relevo, en un país que arrastra la remora de un franquismo socializado, suele hacerlo porque al supuesto votante de centro (léase siempre, de derechas) le ha dado una pataleta o le parece que el dinero robado por aquellos a los que votó resulta demasiado indecente. En efecto, en España siempre ha existido una irrefrenable fuerza de gravedad hacia la derecha y, sin embargo, hasta hace no tanto muchos nos preguntábamos por qué ganaban todos los comicios de una manera tan holgada o, si perdían, cómo podían seguir teniendo tanto apoyo después de haberle hecho un desfalco en las arcas públicas. Si todo el mundo decía estar hasta las narices de ellos, ¿quiénes eran esos que votaban al PP? ¿De dónde salían? ¿Por qué eran solo unos pocos los que se atrevían a afirmar abiertamente que votaban a los 'populares'? Con el tiempo pude responderme. Eran esos que callaban cuando yo hablaba de justicia social o que aseguraban que la política no les interesaba y que votaban "a la persona".
Ahora que el fascismo ha decidido salir sin complejos del armario, es el partido de Abascal el que se ha llevado consigo esa vergüenza congénita del votante de derechas. El impacto de Vox en las próximas elecciones generales y municipales es sin duda una de las variables que más incógnitas plantea en las diversas encuestas, entre otras cosas, porque, incluso aunque les garanticen el anonimato como si fuesen testigos encubiertos de la Camorra, muchos se llevarán a la tumba el secreto de su voto fascista, tal y como hacían cuando votaban a Aznar o a Rajoy. Esta intuición me la confirmó el otro día un pariente mío, irreductible votante del PP, al marcarse ante mí un circunloquio plagado de implícitas intenciones. Dejando a un lado el escandaloso absurdo de afirmar, en la misma frase, que los 'populares' "son los mejores gestores a nivel económico", pero que no puede votarles porque "han robado demasiado" (el mayor nivel de antítesis posible), anticipaba este mi pariente que "muchos de los que van a votar a Vox no lo dirán por vergüenza". Para añadir: "A mí, algunas cosas, como el tema de las armas, me parecen una salvajada, pero en asuntos como el de Cataluña, creo que hace falta alguien que lo ataje sin rodeos".
No ha sido, por supuesto, la única ocasión en la que algún 'expatriado' del PP se ha justificado ante mí o me ha pedido (a su manera) permiso para pasarse a la cíclica moda de la ultraderecha. Y aunque no me extrañe que un votante de Vox sienta vergüenza, ya que yo también la sentiría si fuese a entregarle mi respaldo a un partido fascista, machista, xenófobo, racista, homófobo, reaccionario y violento, para una persona progresista como yo resultaría muy difícil de entender un voto del que no me sintiese orgulloso. No existen ese tipo debates morales para quien, como yo, ha defendido política e ideológicamente una sociedad feminista, igualitaria, inclusiva, diversa y justa. Mis representantes políticos pueden defraudarme, mi ideología, jamás. Nunca he tenido que pedirle a un votante de izquierdas que saque pecho y que no se avergüence de lo que piensa, como hizo Pablo Casado con su electorado.
Al contrario que su futuro electorado, el que no está disimulando demasiado sus intenciones de "poner orden en el Congreso" es Santiago Abascal, cuyas listas electorales, plagadas de altos cargos militares y falangistas, parecen estar más orientadas hacia un golpe de estado que hacia el ejercicio de la democracia. No pongo en duda la validez de un general para gobernar rigiéndose por normas democráticas (en realidad, sí), pero no he parado de escuchar durante años la patraña de que el Ejército español no tiene ideología y resulta muy revelador el apoyo que un partido fascista ha encontrado en el ámbito castrense. En una sociedad decente debería resultar aterrador que el poder militar respaldase a la ultraderecha o tuviese en sus filas a nostálgicos de la dictadura franquista. En el delirio de Vox, ellos, los que disparan, son los verdaderos hombres, los valientes, "los españoles de bien". He escuchado demasiadas veces que hay que tener los huevos bien puestos para disparar a otra persona. Personalmente, prefiero dejar mis huevos para otros menesteres y mi concepto de valor no tiene que ver con la obediencia gregaria de jerarquías y órdenes arbitrarias, sino precisamente con el coraje de desobedecerlas.
Sus militares y votantes presumen de ser hombres duros y armados. Mis hombres de bien son jóvenes insumisos, soñadores, ilusos, flacos como faquires, poetas, de corazón generoso y alma digna y cimarrona. Con los huevos tan bien puestos como Bobby Sands, capaz de sostener una huelga de hambre en una prisión británica hasta las últimas consecuencias. Como los valientes Eleuterio Fernández Huidobro, Mauricio Rosencof y José 'Pepe' Mujica, cuya convicción les llevó a mantener la esperanza y la lucidez durante doce años de tortura y cárcel y que se jugaron la piel por los más infelices. Como los intelectuales y obreros a los que Nanni Moretti rinde homenaje en el documental 'Santiago, Italia', que prefirieron soportar las descargas eléctricas de los 'milicos' de Pinochet antes que delatar a otros compañeros y que todavía hoy se emocionan al recordar la hermosa 'primavera' de Allende. Eso es tener valor e integridad. Como escribió Rosencof, a golpe de nudillo, en los muros de una prisión: "Y si este fuera mi último poema, insumo y triste, raído pero entero, tan solo una palabra escribiría: compañero". Los militares obedecen órdenes sin discutirlas. Ellos se atrevieron a cuestionarlas y desobedecerlas. A pecho descubierto. Sin tener que avergonzarse jamás por creer en una sociedad más justa.